jueves, 30 de junio de 2016

Los Clowns Voladores/The Flying Clowns
El otro día paseando por la parte antigua de Zamora encontré en una librería de viejo de la que soy cliente habitual un ejemplar antiguo de la revista LIFE del año 1967, en cuya portada se muestra una espectacular foto en blanco y negro -marca de la casa- que ilustra el reportaje sobre un desafortunado accidente ocurrido en un rascacielos de Nueva York durante la fiesta de su presentación al/del que nunca, nadie, halló una explicación.
Durante la inauguración de el gran edificio de 45 plantas, propiedad de la compañía aseguradora LIFE INSURANCE. Se celebra en la azotea desde la cual se observa una espectacular vista de la ciudad, un concierto al aire libre, al estilo del que años después imitarían muchos grupos musicales, como U2 o The Beatles, con un gran escenario sobre el que canta nada menos que Frank Sinatra, contratado para tan especial ocasión por la compañía de seguros propietaria del inmueble y que quiere literalmente echar la casa por la ventana. Es la presentación, ante el todo NY con La Voz en estado de gracia.
Participan en la fiesta, con ánimo de transmitir un aire cosmopolita al evento un numeroso tropel de artistas de variedades, comefuegos, equilibristas, bailarinas, y un largo etcétera de los mejores cómicos del momento como Le Cirque de la Lune, destacando entre todos tantos artistas, un grupo de payasos augustos. La espectacular y sorprendente troupe The Flying Clowns vestidos todos con unos trajes de raso azul eléctrico, con la gorguera de forma y color alechugada, calzados con unas babuchas doradas puntiagudas con la punta muy larga y enrollada y como remate un sombrerillo cónico rojo carmesí, dando como resultado un aspecto deslumbrante del grupo.
Los payasos animan con su presencia la magnífica gala de inauguración , y como broche final cuando está a punto de concluir la gala de Frank Sinatra todos cogidos de las manos forman en gran corro alrededor del escenario y danzan como si fuesen un derviche, todos unánimes pero al mismos tiempo cada uno a su ritmo interior ; se abren y se cierran como los pétalos de una flor acercándose al estrado y alejándose alternativamente creando un efecto hermosísimo sobre el bello y nocturno perfil de Manhattan en el que destaca sobre la noche como un ascua de luz y color el magnífico edificio de la compañía LIFE INSURANCE.
Giran a la izquierda, giran a la derecha todos a la vez cogidos por sus manos y poco a poco van expandiendo el círculo como se expande el universo hasta llegar prácticamente hasta el borde de la azotea donde desafían al vacío con la fuerza de estar todos unidos por las manos y sus años de experiencia como artistas.
El rascacielos con pequeños detalles sin rematar por las prisas de la compañía en inaugurarlo antes que otro de la competencia que también está a punto de ser terminado, a hecho algunas concesiones a la seguridad, para poder celebrar la apertura el 4 de julio día de la gran fiesta nacional de los Estados Unidos y entre esas pequeñas concesiones está por ejemplo que todo el perímetro de la azotea, no tiene ni balaustrada, ni malla de seguridad para evitar accidentes e impedir el lanzamiento de suicidas, como tienen casi todos los demás edificios, como el Empire State.
Los Clowns Voladores que -casualmente tienen un bonísimo seguro de todo riesgo con la propia compañía aseguradora que los ha contratado para el festejo- ignoran el peligro que pueden llegar a correr al actuar en la gala sin medidas de seguridad.
El sol esplendido y radiante ha calentado todo el día sobre la ciudad y ahora de noche es causa de que corra una ligera brisa, que a la altura del piso 45 es de 20 metros por segundo. En el momento culminante de su performance los Augustos Clowns bordean todo el perímetro de la terraza cogidos de las manos y proyectando sus cuerpos como una guirnalda azul eléctrico con ribete dorado en los pies y rojo en la cabeza, festoneando todo el borde de la azotea con los colores corporativos de la aseguradora y Frankie triunfando en el centro de la guirnalda interpreta con su mejor voz Fly Me To The Moon. Desde el aire, un helicóptero alquilado por LIFE para fotografiar y grabar el evento del año gira alrededor de la torre registrando unas imágenes espectaculares y un sonido con Manhattan como caja de resonancia de los coros de los payasos.
Inopinadamente y cuando los artistas azules se encuentran enardecidos por la emoción del espectáculo y con sus cuerpos colgantes sobre el vacío, uno de ellos o varios -nunca se llego a saber- se sueltan de las manos de sus compañeros y caen al vacío bordeando el recién estrenado inmueble, con todo el horror del mundo reflejado en sus inmaculadas caras blancas ante final que les espera abajo. Murieron todos.
A pesar de que se realizó una intensa investigación sobre las posibles causas del desgraciado accidente y se barajaron diversas hipótesis, como que si alguno de ellos tuviese las manos muy sudadas y perdiese el agarre con un compañero, o que alguno o algunos estuviesen bajo los efectos de alguna sustancia estupefaciente como alcohol o cocaína, o que el viento les hiciese perder el equilibrio o alguno sufriese un desvanecimiento.
Nunca se supo.
El caso se cerró sin ninguna conclusión y el asunto de Los Clowns Voladores quedo sumido en el misterio, del que ahora queda un testimonio gráfico en la foto -portada de LIFE y ganadora del Pulitzer - en la que desde el punto de vista del fotógrafo, Thomas Crown a bordo del helicóptero. Se observa en la derecha de la imagen la oscuridad en la que van cayendo los Clowns y se ve el miedo reflejado en los primeros plano de los rostros de los payasos que están más cerca de la cámara y se va diluyendo en los rostros de los que ya están cayendo al negro de la noche hasta la parada en el suelo ; en la parte izquierda de la foto se observa el estrado como una luminaria cegadora y a Frank en su mejor pose desgranando las ultimas notas de Fly Me To The Moon como postrer homenaje sin el saberlo a los ya desaparecidos clowns voladores.
Tengo fija la vista en la portada de la revista de hace 40 años y no deja de sobrecogerme el horror que transmite la terrible imagen.


miércoles, 29 de junio de 2016

Te veo pasar.Letras de otros.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez León

Te veo pasar

Te veo pasar

como aquel caballo que por donde pasaba no crecía la hierba,
creas yermos paisajes en mi corazón,
viendo como tu cabello se mece en la cuna de tus hombros,
quien fuese inquilino del hospicio de tu amor, pequeña criatura,
adoro tu tímido saludo, inyección letal de vida,
quiero seguir sufriéndote, hacer cábalas sobre tu ser,
disfrutar de tu inexistente compañía,
saber que piensas en mi nada mas levantarte,
te quiero....
ojalá algún día acortemos la distancia que hay entre nuestros labios,
o comprobemos cuan fuerte podemos abrazarnos....
ahora que tenemos tiempo para todo,
contemplamos impasibles como dejamos de lado estos sentimientos,
fuertes ahora, débiles mañana...
quiero escuchar los latidos de tu corazón desde tu mismo pecho,
quiero morirme en tu veneno,
quiero que atropelles mi conciencia,
quiero ser prenda tuya, sentirte cerca siempre....

Pero ya has pasado.

martes, 28 de junio de 2016

Nalgas de Funcionario a la Moda.Recetario de Humanos.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez Caamaño

NALGAS DE FUNCIONARIO A LA MODA

INGREDIENTES
  • Unas nalgas de funcionario de unos 2 Kg. de peso aproximadamente.
  • Un buen trozo de tocino de veta para mechar.
  • 300 cc de vino blanco común.
  • 100 cc de brandy corriente.
  • 2 cebollas grandes
  • Un trozo de mantequilla.
  • Un ramillete de hierbas aromáticas secas.
  • 500 cc de caldo de cubitos.
  • 3 zanahorias, cebollitas francesas.
  • Clavo, pimienta, sal gruesa.

COMO HACERSE SIN RIESGO CON UNAS NALGAS DE FUNCIONARIO
Hay dos elementos claramente representativos de la idea de funcionario público, uno es la ventanilla, que ahora se trata de sustituir por mostradores que no atiende nadie porque siempre están tomando el café de media mañana porque por la tarde no trabaja la administración; o en el colmo de la sofisticación por la llamada ventanilla única en la que supuestamente se pueden realizar todas las gestiones sin pérdida de tiempo de ventanilla en ventanilla, lo que hacen en realidad es crear una nueva ventanilla que no evita ninguna de las ya existentes; o por líneas trazadas en el suelo que en teoría pretenden preservar la reserva de nuestras gestiones en el mostrador o en la ventanilla. Cuando en realidad de lo único que se persigue es precisamente mantenernos a raya. Hecha esta acotación necesaria para la mejor comprensión del método que debe ser empleado para obtener el ingrediente principal de la receta. La ventanilla nos podría sugerir una manera limpia y eficaz para conseguir la cabeza del funcionario, pero implementar en una oficina administrativa una guillotina no es fácil, siendo así que la parte que nos interesa son las nalgas y no es imaginable que un probo funcionario asome el trasero por la ventanilla. Hay que inclinarse por otro elemento claramente representativo del funcionario y perfectamente ajustado a mis requerimientos, la silla o poltrona.
Interior día, una jornada cualquiera que no sea puente, ni festividad local, ni semana santa, ni Navidad, ni haya ningún partido de fútbol de trascendencia histórica.
Un negociado cualquiera, de cualquier ayuntamiento, comunidad autónoma, ministerio, federación deportiva, etc.
-- Mariano, está ahí afuera un empleado de ebanistería Holmes, que dice que viene a llevarse tu silla para arreglarla.
-- ¿Cómo para arreglarla?, Si está impecable, como no sea para ponerle otras ruedas, porque eso si estas se atascan un poco al girar.
-- Pues será eso, lo mandan los de mantenimiento.
-- Bueno pues que pase......
-- Buenos días, me envían de mantenimiento para llevarme a reparar una silla que no le giran bien las ruedas, le traigo otra similar mientras le reparamos la suya.
-- ¿Y tardara mucho eso?, Porque ustedes los chapucillas saben cuando empiezan pero no cuando terminan.
-- Que me va a contar a mí que he sido funcionario aficionado.
-- Menos burla y proceda ¡eh!
El operario de la ebanistería Holmes como ya habrán deducido se trata de un sicario contratado al efecto para ayudar en la consecución del elemento principal de esta receta.
Entrega al funcionario Mariano una silla idéntica a la suya mientras supuestamente repara las ruedas de la autentica. Copia idéntica mejorada de ebanistería Holmes y dotada de compartimento secreto para la obtención, recepción y mantenimiento de órganos a temperatura de conservación entre 0-5 Cº
En los talleres donde ha sido amañada, el asiento ha sido sustituido por unas cuchillas metálicas en forma, que cerradas figuran el asiento de la silla y si se abren durante unos segundos asemejan una boca terrible o el diafragma de una cámara fotográfica.
Un mecanismo interior los vuelve a cerrar al instante con la mala fortuna eso sí, de que si en ese lapso algo queda por debajo del nivel del asiento será cercenado sin remedio. Bueno pues ese segundo es el tiempo necesario; calculado mediante prueba efectuada con una sandia, para rebanar justamente las nalgas del funcionario, eso no es todo; he querido, por las peculiaridades de esta receta y su posterior desenlace dar una oportunidad al probo empleado público y he dotado el mecanismo de cierre y apertura de la boca dentada de la silla de un sensor de tiempo ajustado a cuatro horas, de modo que si el sujeto no llega a estar más de cuatro horas, nunca conseguiré sus nalgas. Puesto que si está sentado tres horas y cincuenta y nueve minutos y se levanta antes de ese fatídico último minuto el reloj se pondrá a cero y comenzara de nuevo la cuenta de las cuatro horas.
Mariano le ha preguntado al operario de ebanistería Holmes por el tiempo necesario para llevar a cabo la reparación y para que se vea la elegancia del juego limpio este ha recibido instrucciones para indicarle que...
-- Para mañana a primera hora tendrá la suya reparada.
-- A ver si es cierto, porque no hay silla como la de uno.
-- Y usted que lo diga.
Esta conversación tenía lugar a las nueve de la mañana y la jornada de Mariano empezó a las ocho. Por tanto, para que mi plan pueda cumplirse el interfecto debe hacer honor a su clase y pasar cuatro horas entre las nueve y cuarto que registra el sensor la primera sentada y las tres y cuarto hora de terminar su jornada laboral de siete horas y cuarto.
Dado que a la mañana siguiente debemos, en teoría entregar la silla con las ruedas reparadas para que se deslice a gusto por la oficina sin levantar el trasero de ella, solo dispongo de una jornada para conseguir la presa.
A continuación sigue la descripción de las actividades de Mariano hasta que se produce el fatal desenlace para sus nalgas, a las nueve y cuarto primera sentada, a la vista de alguien que se acerca a su mostrador se levanta, a las nueve y veinticinco, siguiente registro del sensor a las diez y cuatro minutos se mantiene en su sitio hasta las diez y veinticinco en que se levanta (posteriores comprobaciones lo sitúan en el retrete con su ejemplar de MARCA desplegado mientras caga) culmina con tranquilidad la lectura de la prensa deportiva y el sensor vuelve a registrar su asentamiento a las diez y cincuenta minutos casi al límite del tiempo para conseguir el producto nalgas.
Nuestro buen funcionario dispone ahora de cuatro horas y veinticinco minutos para levantarse o sentarse pero yo apuesto por que una vez que ha desarrollado sus ocupaciones habituales no moverá el culo del asiento y que como máximo se deslizara en su silla por la oficina sin que nada consiga levantarlo de su asiento.
Así que el tiempo transcurre y a las dos y cincuenta minutos el mecanismo que abre las cuchillas funciona, las nalgas del sujeto traspasan los bordes de la silla las hojas de acero a modo de enormes y afilados dientes se cierran tras un segundo obteniendo así la pieza que cae en el compartimiento diseñado al efecto. El funcionario salta como impulsado por un resorte de la silla pero eso sí sin sus nalgas.
Transido de dolor y presa de una gran agitación Mariano no se percata de lo que le ha ocurrido y no percibe al sicario que entra con premura en la oficina se hace cargo de la silla y abandona la siniestra oficina
PREPARACIÓN DE LA RECETA Y DESENLACE
Mechar con el tocino de veta las nalgas
Adobar con parte de las especias y el perejil picado
Sazonar con sal y pimienta y envolver en una red de asados
Las doramos en una cazuela amplia
Agregamos los 300 cc de vino blanco común y los 100 cc de brandy
Tapamos la cazuela y la introducimos en el horno a 200º hasta reducir él liquido a la mitad
Añadimos la cebolla trinchada, las zanahorias, el ramillete de aromáticos y el clavo
Verter el medio litro de caldo de cubito
Tapar y dejar cocer lentamente
A la hora y media añadir las cebollitas francesas y al horno media hora más
Al cabo de ese tiempo pinchamos con una aguja para probar el punto de cocción
Si es el correcto sacamos la cazuela del horno
Disponemos las nalgas sobre una bandeja de aluminio de usar y tirar, colocamos las cebollitas alrededor. Trituramos el fondo el fondo de verduras, lo colamos y se liga con un poco de mantequilla.
Salseamos las nalgas de funcionario y dando el plato por terminado lo arrojamos a una trituradora de residuos orgánicos homologada marca LOWERBRAU.
Adiós al funcionario.

lunes, 27 de junio de 2016

Jon-Ander.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez Caamaño

Jon Ander
Luis María Osorio termino el servicio militar en Cádiz el 5 de mayo de 1966. Dos semanas después estaba en su puesto de trabajo de la fábrica de AAHH de Vizcaya en Ansio, en la periferia de Baracaldo población obrera de la margen izquierda de la ría del Nervión.
Los dos años pasados en Infantería de Marina, como cabo furriel destinado en un taller de mantenimiento de camiones, parecían una premonición de cuál iba a ser el destino de Luis María al acabar la mili, aunque él ansiaba a hallar un trabajo más satisfactorio. Pero al volver a Euskadi, no tardó en descubrir que no era tan fácil conseguir trabajo en una tierra rebosante de inmigrantes que se acogían a cualquier trabajo, con tal de salir adelante con sus familias. Aunque se le hacía cuesta arriba tener que volver al trabajo que había realizado antes de tener que servir a su patria –peón de taller–, después de dos semanas en el paro fue de mala gana a Altos Hornos a ver a su antiguo jefe de taller.
–Si quieres puedes volver a tu sitio, Luis Marí –aseveró su jefe.
– ¿Y el futuro?
–El acero que fundimos aquí es de los mejores del mundo y no va a dejar de haber demanda–le contestó Emilio el jefe de taller. Y prosiguió–: En realidad, la dirección se está preparando para un grandísimo aumento de la demanda del acero en los próximos veinte años así que aquí puedes tener trabajo hasta que te jubiles e incluso nos hará falta mucha gente que venga de fuera.
–Así que necesitarán poner todavía más personal –dijo Luis María desanimado.
–Eso es lo que queremos.
Luis María firmó el contrato, y después de unos días volvió a su antiguo puesto de trabajo. Como le recordaba con frecuencia su mujer, no hacía falta ser ingeniero para trabajar de peón de mantenimiento en Altos Hornos.
No tardó en conformarse con la rutina de su puesto de trabajo que. Sin embargo, no era ese tipo de trabajo, ni de futuro lo que planeaba para su hijo.
Jon Ander había cumplido casi tres años y aún no conocía a su padre, que lo había dejado dentro del vientre de su madre, preñada, para tratar de evitar que Luis María tuviera que ir a la mili, pero no les funciono el truco y tuvo que dedicar dos largos años a la patria, pero desde que volvió de la mili hizo todo lo posible por el chico y porque no tuviese que verse abocado al mismo negro futuro sin perspectivas de su padre, que por carecer de formación tenía que encarar el resto de su vida laboral como peón de taller en Altos Hornos.
Luis María estaba decidido a que Jon Ander no acabara trabajando en los talleres de Altos Hornos el resto de su vida. Hacía horas extras para ganar dinero a fin de que el chico pudiera recibir clases particulares de matemáticas, ciencias y francés. Sintió recompensados sus esfuerzos cuando el muchacho aprobó el examen de ingreso y consiguió una plaza en el colegio de los jesuitas. Su orgullo fue en aumento cuando aprobó los cinco cursos del primer nivel y dos años después, los dos cursos finales.
Luis María procuró disimular su disgusto cuando, el día que Jon Ander cumplió dieciocho años, y le pregunto – ¿qué carrera piensas estudiar ahora, hijo?
Y este, a su vez le anunció que no quería ir a la universidad, sino que…
–He presentado una solicitud para trabajar contigo en el taller en cuanto acabe el curso.
–Pero ¿por qué...?
– ¿Por qué no? Casi todos mis compañeros que acaban este curso ya han sido admitidos en Altos Hornos y están deseando empezar.
–Tú estás chalao.
–Vamos, aita. El sueldo es bueno y tú has demostrao que siempre puedes ganar más dinero haciendo horas extras. A mí no me importa currar duro.
– ¿Crees que me he pasao todos esos años procurando que tuvieras una enseñanza de primera para que acabaras como yo, de peón en el taller? –exclamó Luis María.
–Ese no es el único trabajo y tú lo sabes, aita.
–Para entrar allí tendrás que pasar por encima de mi cadáver. Me tiene sin cuidao lo que hagan tus amigos; a mí sólo me importas tú. Podrías ser abogao, contable, hasta profesor. ¿Por qué quieres acabar en Altos Hornos?
–Para empezar, está mejor pagao que dar clases. Mi profesor de francés me dijo una vez que ganaba menos que tú.
–Ese no es el tema, hijo...
–Aita, lo que no puedes esperar que me pase el resto de la vida haciendo un trabajo que no me gusta sólo para satisfacer tus sueños, solo porque tu no hayas podido estudiar.
–Mira, no estoy dispuesto a permitir que desaproveches el resto de tu vida –dijo Luis María, levantándose de la mesa del desayuno–. Lo primero que voy a hacer cuando llegue hoy al curro es ocuparme de que rechacen tu solicitud.
–Eso no es justo, aita. Tengo derecho a...
Pero su padre ya no estaba en la habitación y se marchó al trabajo sin volver a dirigirle la palabra.
Padre e hijo estuvieron una semana sin hablarse. Finalmente, la madre propuso una solución intermedia. Si Jon Ander conseguía un empleo que contara con la aprobación de su padre y trabajaba un año entero, podría luego, si quería, volver a solicitar el puesto en la fábrica de aceros. El padre, por su parte, ya no pondría ningún obstáculo en el camino de su hijo.
Luis María aceptó. Y Jon Ander también, aunque de mala gana.
–Pero sólo si trabajas el año entero –advirtió solemnemente Luis María.
Durante los últimos días de las vacaciones de verano, Luis María sometió varias propuestas a la consideración de Jon Ander, pero el chico no mostró el menor entusiasmo por ninguna de ellas. La madre de Jon Ander estaba bastante nerviosa pensando que al final se quedaría sin trabajo, pero una noche, en la cocina, mientras le ayudaba a pelar patatas para la cena, le confió que trabajar en un hotel le parecía la menos desagradable de todas las posibilidades que había considerado hasta el momento.
–Al menos tendrías un techo sobre la cabeza y comidas regulares aseguradas –comentó la madre.
–Apuesto a que no cocinarán tan bien como tú, ama –dijo Jon Ander echando las patatas partidas en la cazuela–. De todos modos, sólo será un año.
Durante el mes siguiente, Jon Ander acudió a varias entrevistas en diversos hoteles, sin éxito. Entonces su padre descubrió que el antiguo brigada de su compañía era portero-conserje del jotel Ercilla de Bilbao, y empezó de inmediato a mover algunos hilos.
–Si el chico es bueno –le aseguró su antiguo compañero de armas mientras tomaba una cerveza– podría llegar a jefe de conserjes, e incluso a director de hotel.
Luis María parecía bastante satisfecho, aunque Jon Ander siguiese diciendo a sus amigos que empezaría a trabajar con ellos al cabo de un año.
El 1 de septiembre de 1982, Luis María y Jon Ander Osorio fueron juntos en autobús hasta la estación de Desierto Baracaldo. Luis María estrechó la mano del muchacho y le prometió:
–Tu madre y yo procuraremos que las Navidades de este año, cuando te den el primer permiso, sean unas Navidades especiales. Y no te preocupes. Con Barcina estarás en buenas manos. Te enseñará muchas cosas. Tú procura cumplir siempre como el mejor.
Jon Ander no dijo nada y, al subir al tren, se volvió a su padre y le dirigió una leve sonrisa.
–Nunca te arrepentirás... –fueron las últimas palabras que Jon Ander le oyó decir mientras el tren salía de la estación.
Jon Ander lo lamentó desde el mismo instante en que puso el pie en el hotel.
Como botones principiante, iniciaba la jornada a las seis de la mañana y acababa a las seis de la tarde. Tenía derecho a un descanso de quince minutos a media mañana, otro de cuarenta y cinco minutos para comer y otro de quince minutos hacia la mitad de la tarde. Cuando llevaba un mes trabajando, no podía recordar que le hubieran concedido los tres descansos ni un solo día, y no tardó en comprender que no podía reclamar a nadie. Sus obligaciones consistían en llevar los equipajes de los clientes a sus habitaciones cuando llegaban y bajarlos cuando se iban. Como en el hotel se alojaba una media de trescientas personas por noche, la tarea era interminable. El sueldo resultó ser la mitad de lo que conseguían llevar a casa sus amigos, y como tenía que entregar todas las propinas al conserje-portero, por muchas horas extras que hiciera, nunca veía un céntimo. La única vez que osó mencionárselo al conserje-portero, recibió esta respuesta:
–Ya te llegará tu hora, chaval.
A Jon Ander no le importaba que le quedara mal el uniforme, ni que su habitación no llegara a los cuatro metros cuadrados y diera a un patio interior sin ventilación. Hasta le tenía sin cuidado no recibir una parte de las propinas. Pero sí le preocupaba no poder hacer nada que complaciera al jefe de botones, por más que se esforzara.
El brigada Barcina, que en realidad consideraba el Ercilla como una prolongación de su antiguo regimiento, no tenía paciencia con los jóvenes a su mando que no habían cumplido el servicio nacional.
–Pero ¡si han quitao la mili! –Insistía Jon Ander–. –No des excusas, chaval.
–No es una excusa, Barci; es la verdad.
–Y no me llames Barci. Para ti soy «el brigada Barcina», y que no se te olvide.
–Sí, brigada Barcina.
Todos los días, al terminar su trabajo, Jon Ander volvía a su minúsculo cuarto, con su silla minúscula y su diminuta cómoda, y se derrumbaba exhausto en la cama minúscula. El único cuadro de la habitación estaba reproducido en el calendario de la Caja de Ahorros Vizcaína que colgaba sobre la cama. La fecha del 1 de septiembre de 1983 tenía un círculo rojo para recordarle cuándo volvería a casa y podría empezar a trabajar en la fábrica con sus amigos. Todas las noches, antes de dormirse, tachaba el día humillante, como el preso que hace marcas en la pared.
En Navidad, Jon Ander fue cuatro días a casa, y cuando su madre vio el estado general del muchacho intentó convencer al padre para que le permitiera dejar el hotel, pero Luis María se mantuvo inflexible.
–Hicimos un trato. No puedo contar con que le den un trabajo en la fábrica si no es lo bastante responsable como para saber cumplir con su parte de un acuerdo.
En las breves vacaciones, Jon Ander esperaba a sus amigos a la puerta de la fábrica y escuchaba luego sus historias de los fines de semana que pasaban viendo los partidos del Athletic, bebiendo en el bar o bailando en la discoteca. Todos comprendían su problema y deseaban que llegara septiembre para que empezara a trabajar con ellos.
–Ya quedan pocos meses –le recordó animosamente uno de ellos.
Antes de que pudiera darse cuenta, Jon Ander estaba de nuevo en su trabajo de Bilbao, donde siguió transportando maletas de mala gana por los pasillos del hotel, un mes detrás de otro.
Cuando amainó el sirimiri, empezó el flujo habitual de turistas de todas partes. A Jon Ander le gustaban los americanos, que le trataban como a un igual y le daban propinas cojonudas por el mismo servicio que otros clientes hubieran retribuido con la mitad. Claro que, recibiera la propina que recibiera, el brigada Barcina persistía en quitárselas con el inevitable: -Ya te llegará tu hora, chaval-.
Uno de aquellos americanos, al que Jon Ander atendió diligentemente corriendo de un lado a otro durante su estancia de quince días, le entregó al muchacho un billete de mil pesetas al despedirse en la puerta principal de hotel.
–Gracias, señor –le dijo Jon Ander, echando una ojeada para comprobar si el brigada Barcina andaba por allí.
–Suéltalo –le dijo Barcina, en cuanto el cliente americano ya no podía oírle.
–Precisamente andaba buscándole para dárselo –le dijo Jon Ander, entregando el billete a su superior.
–No estarías pensando quedarte lo que me pertenece legítimamente, ¿verdad?
–No, claro que no. Aunque bien sabe Dios que me lo gané.
–Ya te llegará tu hora, chaval –concluyó el brigada Barcina sin pensarlo mucho.
–No me llegará mientras esté mandando alguien tan listo como usted –repuso Jon Ander con aspereza.
– ¿Qué has dicho? –preguntó el jefe de botones, volviéndose.
–Ya me ha oído, Barci.
La bofetada en el oído pilló a Jon Ander por sorpresa.
–Mira, chaval, acabas de quedarte sin trabajo. Nadie, lo que se dice nadie, me habla así, ¿te enteras? –dijo el brigada Barcina, se volvió y se dirigió al despacho del director.
El director del hotel, Antonio Fernández, escuchó la versión de los hechos del jefe de botones y llamó inmediatamente a Jon Ander a su despacho.
–Comprenderás que no me dejas más elección que despedirte –fueron sus primeras palabras en cuanto la puerta se cerró.
Jon Ander alzó la vista hacia aquel individuo alto y elegante, con su chaqueta negra larga, el cuello blanco y la corbata negra.
– ¿Puedo explicarle lo que ocurrió realmente, señor? –preguntó.
El director Antonio Fernández permitió, y luego escuchó sin interrumpir la versión de Jon Ander de lo ocurrido aquella mañana. Le contó también el acuerdo al que había llegado con su padre.
–Por favor, permítame seguir trabajando las diez últimas semanas –concluyó Jon Ander– o mi padre dirá que no he cumplido mi parte del acuerdo.
–No tengo ningún otro puesto vacante en este momento –alegó el director–. A no ser que estés dispuesto a pasarte diez semanas pelando patatas.
–Haré lo que sea.
–Entonces, preséntate en la cocina mañana por la mañana a las seis. Le diré al tercer cocinero que irás. Pero si el jefe de botones te parece un sargento, espera a conocer a Evilio, nuestro Jefe de Cocina. Te aseguro que él no te dará un cachete en la oreja; te la cortará.
A Jon Ander le daba igual. Estaba seguro de que durante diez semanas podría aguantar lo que fuera, y a la mañana siguiente a las cinco y media había cambiado su uniforme azul oscuro por una chaqueta blanca y unos pantalones de cuadros azules y blancos, y se presentó a cumplir con sus nuevas obligaciones. Le sorprendió que la cocina ocupara casi todo el sótano del hotel y que allí la actividad fuera mayor aún que en el vestíbulo.
El tercer cocinero le colocó en un rincón de la cocina, junto a una montaña de patatas, un cuenco de agua fría y un cuchillo afilado. Jon Ander peló hasta la hora del desayuno, de la comida y de la cena,
y se quedó dormido nada más echarse en la cama, sin fuerzas ni para tachar el día en el calendario.
Durante la primera semana ni siquiera vio al legendario Evilio Llorente. Como trabajaban en la cocina sesenta personas, Jon Ander confiaba en que podría pasar completamente desapercibido.
Todos los días empezaba a pelar a las seis, y luego entregaba las patatas a un joven llamado Julio que las partía o las cortaba, a su vez, según las instrucciones del tercer cocinero, para el plato del día. El lunes, salteadas; el martes, en puré; el miércoles, fritas; el jueves, en rodajas; el viernes, asadas; el sábado, para croquetas... Jon Ander no tardó en alcanzar un ritmo diario, y llevaba siempre una buena ventaja a Julio, así que no había ningún problema.
Después de ver a Julio hacer su trabajo durante una semana, Jon Ander estaba seguro de que podría enseñar al joven aprendiz a aligerar su carga facilísimamente, pero decidió mantener la boca cerrada; abrirla sólo podía crearle problemas, y estaba seguro de que el director no le daría una segunda oportunidad.
Pronto descubrió que Julio se atrasaba siempre muchísimo en el guiso de carne con patatas del martes y en el estofado del jueves. De vez en cuando, el tercer cocinero se acercaba a protestar y echaba una ojeada al trabajo de Jon Ander para comprobar si era él quien ocasionaba el retraso. Jon Ander procuraba tener siempre al lado un cubo de repuesto de patatas peladas para evitar las críticas.
El primer jueves de agosto por la mañana -tocaba estofado-, Julio se cortó un dedo, el índice. La sangre salpicó todas las patatas cortadas y la mesa de madera, y el chico se puso a gritar histérico.
–¡Llévenselo de aquí! –gritó el Jefe de Cocina por encima del estruendo general.
–Y tú –dijo, señalando a Jon Ander–, limpia todo esto y ponte a cortar las patatas que faltan. Hay todavía doscientos clientes hambrientos esperando.
– ¿Yo? –Preguntó Jon Ander, incrédulo–. Es que...
–Sí, tú. No podrías hacerlo peor que ese idiota que se dice aprendiz de cocinero y se corta un dedo.
Y acto seguido desapareció. Jon Ander se acercó de mala gana a la mesa de trabajo de Julio. No estaba dispuesto a discutir mientras el calendario siguiera allí para recordarle que le faltaban solamente veinticinco días.
Jon Ander se puso manos a la obra; lo había hecho muchas veces para su madre. Daba cortes limpios y precisos con una habilidad que Julio no habría ni soñado. Al final del día, aunque agotado, no se sentía tan cansado como siempre.
Aquella noche a las once, el Jefe de Cocina lanzó su gorro y cruzó con torpeza las puertas de batientes; era la señal de que todos los demás podían irse también en cuanto ordenaran lo que les correspondiera. A los pocos segundos, volvió a abrirse la puerta y apareció el jefe de cocina. Se quedó mirando alrededor mientras todos esperaban a ver lo que hacía. En cuanto dio con lo que estaba buscando, se dirigió directamente a Jon Ander.
-Joder –se dijo Jon Ander- me va a matar.
– ¿Cómo te llamas? –requirió.
–Jon Ander Osorio, señor –consiguió balbucear Jon Ander.
–Con las patatas se desperdicia tu habilidad, Jon Ander Osorio –dijo el chef–. Empieza con las verduras por la mañana. Preséntate a las siete. Si el retrasao ese del medio dedo vuelve alguna vez, que se ponga a pelar patatas.
Y, dicho esto, giró sobre sus talones y se fue sin dar tiempo a Jon Ander a replicar.
Le aterraba la idea de tener que pasar tres semanas en medio de aquella cocina, siempre bajo la atenta mirada del Jefe de Cocina, pero llegó a la conclusión de que no tenía alternativa.
A la mañana siguiente, Jon Ander se presentó a las seis por miedo a llegar tarde y se pasó una hora viendo descargar las verduras frescas traídas directamente por el jefe de compras del hotel, de Mercabilbao. El encargado de suministros del hotel comprobó meticulosamente todas las cajas y devolvió algunas antes de firmar un comprobante de que el hotel había recibido más de 300 kg de hortalizas. La media diaria, según le dijo a Jon Ander.
El Jefe de Cocina llegó unos minutos antes de las siete y media, comprobó los menús y mandó a Jon Ander limpiar las coles de Bruselas, recortar las judías verdes y quitar las hojas externas y duras de los repollos.
–Pero no sé cómo se hace –le dijo Jon Ander con sinceridad.
Se daba cuenta de que los otros aprendices se iban distanciando poco a poco de él.
–Pues yo te enseñaré –rezongó el jefe de cocina–. Quizá lo único que debas aprender es que si quieres ser un buen chef has de saber hacer todos los trabajos de la cocina, incluso pelar patatas.
–Pero yo quiero ser... –empezó a decir Jon Ander, pero lo pensó mejor.
El jefe de cocina parecía no haberle oído. Se sentó a su lado. Todos se quedaron mirando cómo le explicaba las nociones básicas de cortar y partir.
–Y recuerda el dedo del otro idiota –le dijo, completando la lección y pasándole un cuchillo afiladísimo–. El tuyo puede ser el siguiente.
Jon Ander empezó a cortar las zanahorias con cautela, luego las coles de Bruselas, quitando las hojas externas y haciendo una profunda cruz en el tallo. Luego se puso a recortar y partir las judías. De nuevo le resultó bastante fácil adelantarse a los pedidos del chef.
Al acabar el día, cuando el cocinero jefe se fue, Jon Ander se quedó a afilar todos los cuchillos para la mañana siguiente, y dejó su zona de trabajo impecable.
Al sexto día, tras un lacónico cabeceo del chef, Jon Ander comprendió que debía de estar haciéndolo casi bien. Al sábado siguiente, creía dominar ya lo elemental de la preparación de las verduras, y descubrió que cada vez le fascinaba más el trabajo de cocinero. Aunque Evilio rara vez se dirigía a alguien cuando recorría la inmensa cocina, excepto para lanzar un gruñido de aprobación o desaprobación (con más frecuencia lo último), Jon Ander aprendió rápidamente a adelantarse a sus necesidades. En un breve espacio de tiempo, empezó a sentirse parte del equipo, aunque sabía muy bien que era un aprendiz novato.
A la semana siguiente, el día libre del ayudante del chef, permitieron a Jon Ander disponer las verduras preparadas para servirlas, y él dedicó bastante tiempo a dar a los platos un aspecto atractivo además de comestible. El chef no sólo se fijó en ello sino que llegó incluso a musitar su máximo elogio: Bien.
Durante sus tres últimas semanas en el Ercilla, Jon Ander ni siquiera miró el calendario de la cabecera de su cama.
Un jueves por la mañana, el director mandó recado a Jon Ander de que se presentara en su despacho en cuanto pudiera. Jon Ander había olvidado completamente que era 31 de agosto, su último día. Cortó en cuartos diez limones, y acabó de preparar los cuarenta platos de salmón ahumado en lonchas finas que completarían el primer servicio de un banquete de boda. Contempló su obra con orgullo, y luego se quitó el delantal y lo dobló, disponiéndose a ir a recoger sus papeles y la liquidación final.
– ¿Dónde vas tú? –le preguntó el chef alzando la vista.
–Me marcho –dijo Jon Ander–. Vuelvo a Baracaldo.
–Hasta el lunes, entonces. Te mereces el descanso.
–No; me voy a casa definitivamente.
El chef dejó de revisar las tajadas de carne de vacuno poco hecha que constituían el segundo plato del banquete nupcial.
– ¿Cómo? –dijo, como si no entendiera.
–Sí. He acabado mi año aquí y ahora vuelvo a casa a trabajar.
–Espero que encuentres un hotel de primera clase –dijo el chef con sinceridad.
–No voy a trabajar en un hotel.
– ¿En un restaurante, quizá?
–No, voy a conseguir un trabajo en Altos Hornos.
El chef parecía perplejo, como si no entendiera si se debía a su acento navarro o a que el chico se estaba burlando de él.
– ¿Cómo que en... Altos Hornos?
–En el taller de mantenimiento.
– ¿Haciendo qué…?
–De peón de mantenimiento, haciendo lo que me manden.
– ¿Lo que te manden? –preguntó el chef incrédulo.
–Sí. –Jon Ander se echó a reír–. Y sábados y domingos libres.
El chef seguía confuso.
– ¿Así que cocinarás para los obreros del taller de mantenimiento…?
–No. Como le he explicado, voy de peón a lo que me mande hacer, lo que sea –dijo Jon Ander lentamente, pronunciando con claridad todas la palabras.
–Eso no es posible.
–Oh, claro que lo es. Y he esperado todo un año para demostrarlo.
–Si yo te ofreciera trabajo como ayudante de cocina, ¿cambiarías de idea? –le preguntó quedamente.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
–Porque tienes talento en esos dedos. Creo que con el tiempo serías un buen cocinero, hasta puede que un buen chef.
–No, gracias. Me vuelvo a Baracaldo con mis amigos.
El cocinero jefe se encogió de hombros.
– Tanto peor–dijo, y volvió sin más a la carne. Echó un vistazo a los platos de salmón ahumado–. Un talento desperdiciado –añadió, cuando la puerta de batientes se cerró tras su posible protegido.
Jon Ander cerró su habitación con llave, tiró el calendario a la papelera y regresó al hotel para devolver a la encargada de lencería su ropa de cocina. Finalmente, entregó la llave de su habitación al encargado.
–El sobre de su salario, las tarjetas y el finiquito. -Ah, el jefe de cocina ha telefoneado para decir que le gustaría darle referencias –dijo el encargado–. Eso no ocurre todos los días, la verdad.
–Donde yo voy no necesito referencias. Pero gracias, de todos modos.
Se encaminó a buen paso a la estación, con el desgastado maletín balanceándose a su lado, y descubrió que cada paso era más largo. Cuando llegó a la estación, se dirigió al andén y se puso a caminar arriba y abajo, mirando de vez en cuando el gran reloj del vestíbulo de taquillas. Vio salir primero un tren hacia Baracaldo y luego otro. Se dio cuenta de que la estación empezaba a quedarse a oscuras al filtrarse las sombras por la marquesina de cristal en la sala de espera. De pronto, dio la vuelta y salió de allí más de prisa aún de lo que había llegado. Si se apresuraba, todavía llegaría a tiempo de ayudar al cocinero jefe a preparar la cena de aquella noche.
Jon Ander aprendió a las órdenes de Evilio Llorente durante cinco años. Pasó de las verduras a las salsas, del pescado a la caza, de las carnes a la repostería. Al cabo de ocho años en el Ercilla, era segundo chef y había aprendido tanto de su preceptor, que los clientes habituales ya no podían determinar cuándo era el día libre del Jefe de Cocina. Unos dos años más tarde, Jon Ander era maestro cocinero; y cuando en 1995 a Evilio le ofrecieron hacerse cargo de las cocinas del
Gran Hotel Madrid de próxima inauguración, aceptó con la única condición de que le acompañara Jon Ander.
–Está en dirección contraria de Baracaldo –le advirtió Evilio–. De todas formas, seguro que te ofrecen mi puesto en el Ercilla.
–Creo que tendré que ir, porque si no esos madrileños no llegarán a disfrutar nunca de una comida decente.
–Esos madrileños –dijo Evilio– descubrirán siempre cuándo es mi día libre.
–Sí, y vendrán más –replicó Jon Ander riéndose.
Muy pronto los madrileños acudían en masa al Gran Hotel Madrid, no a reposar sus cansadas cabezas, sino a degustar los platos preparados por el equipo de los dos cocineros.
Cuando Evilio celebró su sesenta y cinco aniversario, el Gran Hotel Madrid no tuvo que buscar mucho para nombrarle sucesor.
–El primer Baracaldés que es Jefe de Cocina en el Gran Hotel Madrid –comentó Evilio, alzando la copa de champan, en su banquete de despedida–. ¿Quién iba a pensarlo? Pero para conservar el puesto tendrás que cambiar tu nombre por el de Raúl.
–No ocurrirá nunca ni lo uno ni lo otro –contestó Jon Ander.
–Desde luego que sí, porque te he recomendado yo.
–Entonces renunciaré.
– ¿Para irte de peón de mantenimiento a los Altos Hornos? –preguntó Evilio, sarcástico.
–No, es que he encontrado un pequeño restaurante en la margen izquierda. Con mis ahorros no podré permitirme el alquiler, pero con tu ayuda...
El 11 de septiembre de 2001, se inauguró Casa Evilio, en Baracaldo corazón de la margen izquierda de la ría del Nervión.
La fama de Jon Ander aumentó cuando los dos cocineros sentaron las bases de la nueva cocina baracaldesa. Al poco tiempo, sólo las estrellas de cine y los ministros del Gobierno podían conseguir mesa en el restaurante con menos de tres meses de antelación.
El día que Michelin concedió a Casa Evilio la tercera estrella, Jon Ander, con la bendición de Evilio, decidió abrir otro restaurante. La prensa y los clientes discutían sobre cuál de los dos locales era mejor. Las hojas de reservas indicaban claramente que para el público no había diferencia.
Cuando en octubre de 2006 murió Evilio, un crítico del ramo escribió que seguramente bajaría el nivel. Un año más tarde, el mismo periodista hubo de admitir, que uno de los cinco mejores cocineros del mundo, era de una población desconocida de la margen izquierda de la ría. Antaño poblada de fábricas, cuyo nombre ni siquiera podían pronunciar, llamada San Vicente de Baracaldo
A lo largo de los años, Jon Ander había ido regularmente a ver a sus padres a Baracaldo. Aunque hacía mucho que su padre se había jubilado, Jon Ander nunca consiguió que fueran a Madrid a probar su cocina
–No necesitamos ir a Madrid –dijo su madre mientras ponía la mesa–. Siempre que vienes a casa cocinas para nosotros, y estamos al tanto de tus éxitos por los periódicos. Además, tu padre no se encuentra nada bien últimamente.
– ¿Cómo llamas a esto, hijo? –preguntó su padre unos minutos después, cuando le puso delante noisette de cordero con guarnición de zanahorias tiernas.
–Nueva Cocina.
– ¿Y la gente paga por eso?
Jon Ander se echó a reír, y al día siguiente preparó zancarrón de vaca, largamente estofado con cebollas y txakolí de Sopuerta el plato preferido de su padre.
–Esto es una comida de verdad –dijo Luis María después de la tercera ración–. Te diré una cosa sin cobrarte nada, muchacho. Cocinas casi tan bien como tu ama.
Un año después, Michelín hizo público el nombre de los restaurantes de todo el mundo que habían sido galardonados con su codiciada tercera estrella. The Times comunicó a sus lectores en primera plana que Casa Evilio era el primer restaurante baracaldés al que se concedía ese honor.
Para celebrarlo, los padres de Jon Ander aceptaron por fin la invitación de Jon Ander en el que les decía que estaba reconsiderando volver a pedir trabajo en Altos Hornos, si no acudían a celebrarlo con él. Aquella noche reservó a su nombre la mejor mesa de Casa Evilio.
Bajo los efectos del vino más fino, Luis María no tardó en romper a cotorrear, encantado, con todo el que le escuchaba, y no pudo resistir la tentación de decirle al camarero jefe que su hijo era el dueño del restaurante.
–No seas tonto, Luis María –le dijo su esposa–. Él ya lo sabe.
–Una pareja agradable, sus padres –comentó el jefe de camareros a Jon Ander, después de servirles café y dar un puro a Luis María –. ¿A qué se dedicaba su padre antes de jubilarse? ¿Banquero, abogado, profesor?
–Oh no, nada de eso –dijo tranquilamente Jon Ander–. Se pasó toda su vida laboral de peón de mantenimiento.
–Pero ¿por qué malgastó el tiempo haciendo eso? –preguntó el camarero, incrédulo.
–Porque no tuvo la suerte de tener un padre como el mío –repuso Jon Ander.















domingo, 26 de junio de 2016

El Regreso.Letras de otros.El viejo almacén de libros. Antonio Domínguez Caamaño


El regreso ( de Franz Kafka) Praga, 27 de marzo. Un librero de Praga, conocedor de mi pasión por los autógrafos de escritores célebres, me ofreció en venta el borrador (inédito) de un cuento de Franz Kafka. Tiempo antes yo había leído su obra El Proceso; dicha lectura me había simultáneamente hastiado y entusiasmado. Por eso quise hacer una rápida traducción del manuscrito, seis páginas de apuntes en alemán, antes de pagar el elevado precio que me pedía el librero. El Regreso, título que se lee en la parte superior, es el rápido esbozo de un cuento que Kafka no quiso o no tuvo tiempo de desarrollar. Un agente de seguros, el señor W. B., quiere emprender un largo viaje de negocios por Bohemia, debiendo dejar sola a su joven esposa en la casa de campo,situada a unos cien kilómetros de Praga. Le disgusta mucho dejarla porque se han casado hace poco y están muy enamorados, pero el deber y el interés le obligan a partir. Dicho viaje debía durar un mes y medio, pero por diversas causas, que Kafka no hace saber, el señor W. B. se ve obligado a permanecer ausente por espacio de dos meses. Finalmente llega el tan deseado día del regreso; aproximándose la noche desciende en la estación más cercana a su morada, en la estación le aguarda una carroza pedida por telegrama; ha realizado buenos negocios y está contento, pero más que nada está contento al pensar que al cabo de tanto tiempo podrá abrazar a su buena y hermosa María. Llega finalmente a la puerta de madera de su jardín. Ya es de noche. El jardinero sale a su encuentro llevando un farol. Mirando a su alrededor todo le parece nuevo,aunque nada ha cambiado. El viejo perro blanco lo reconoce y le hace cabriolas; la vieja criada que le sirvió desde la niñez está a la entrada de la puerta, le sonríe, le da la bienvenida, le ayuda a quitarse el grueso capote negro especial para viajes. -¿Ninguna novedad? - Ninguna, señor. -¿Y la señora?- Baja en estos momentos. En efecto: por la escalera de haya que conduce a la planta alta desciende una mujer que saluda alegremente al señor W. B., pero éste, cuando la mujer está cerca, hace un movimiento de estupor y- en lugar de abrazarla camina hacia atrás sin decir palabra. Aquella joven señora, vestida de terciopelo, no es su María, no es su esposa. María es morena, mientras que ésta tiene los cabellos de un color rubio ceniza; María es de mediana estatura y algo redonda,mientras que ésta es alta, delgada. Ni siquiera los ojos son los mismos: la desconocida que pretende abrazarle tiene ojos azules clarísimos, casi grises, mientras que los de María, oscuros y ardientes, se parecen a los de una mujer criolla. Y, sin embargo, esa señora lo llama por su nombre con voz acariciadora, le pide noticias acerca de su viaje y de su salud, toma una de sus manos y le atrae hacia sí, lo besa con labios cálidos en ambas mejillas. El viajero es incapaz de articular una sola palabra, le parece que en lugar de entrar en su casa ha ingresado al mundo de los sueños; le agradaría que alguien lo despertara. Pero, todo es allí normal excepto la nueva mujer: la casa es siempre la misma, los muebles son los mismos que dejó al partir, el jardinero, dejadas las maletas, aguarda órdenes de la dueña de casa, la sirvienta trata a la desconocida como si fuese la señora María e incluso el perro se mueve por allí lamiendo las manos y ladrando como acostumbraba hacerlo con su verdadera ama. ¿Qué había sucedido?, ¿por qué ninguno de los presentes, excepto él, se da cuenta de que aquella mujer no es su María?

Siempre en silencio, el señor W. B. sigue a la desconocida, suben por la escalera de madera y entran en la cámara conyugal. También allí está todo igual que antes. La cómoda de María es la misma, con sus frascos y demás cosas bien conocidas por él; los vestidos de María cuelgan en el mismo perchero, su retrato, el de W. B., está en la misma mesita de la esposa. La nueva María se aprovecha de su turbación para abrazarlo y besarlo en la boca, y él siente que el perfume es el mismo, bien conocido, exótico e intenso, aun cuando el cuerpo sea diverso.-¿Estás cansado? - le pregunta la mujer -. ¿Quieres reposar un poco antes de bajar para cenar? Me parece que estás extraño, muy cambiado. ¿Por qué te muestras tan frío conmigo, que te estoy esperando desde hace tiempo?, ¿te sucedió algo desagradable?, ¿no te sientes bien?, ¿quieres beber un sorbo de tu licor preferido?, siempre tuve a mano la botella para tu regreso...- No necesito nada - logra decir, finalmente el señor W. B.-. Solamente querría descansar un poco y reflexionar sobre lo que está sucediendo No lo puedo comprender. Déjame solo por un momento.- Como quieras - responde dulcemente la mujer. Voy a la cocina para vigilar que la cena esté apunto. Hice preparar los platos que más te agradan. Estrecha su mano, le sonríe y sale del cuarto. El señor W. B., vestido como había llegado, se tiende en el lecho presintiendo que se aproxima una especie de vértigo. No logra darse cuenta de la inaudita aventura que le está sucediendo. En su aturdimiento no es capaz de hallar una explicación satisfactoria. ¿Qué había sucedido? Durante aquellos dos meses de ausencia, ¿se habría transformado él hasta el punto de no reconocer más a su amada esposa, o tal vez, aun cuando nadie se diera cuenta, su María se habría cambiado enteramente dejando de ser como antes era?; u otra hipótesis aún más absurda y pavorosa: ¿la verdadera María habría sido sacada de allí por la fuerza, quizás hasta asesinada, contando con la complicidad de la servidumbre, y otra mujer a la que nunca había visto pero que tal vez lo amaba, habría ocupado el puesto de la primera?Todas estas suposiciones le parecieron igualmente infundadas, y procuró hacerlas desaparecer de su mente. Pero, por más que hiciera trabajar a la fantasía no lograba hallar explicaciones más naturales y convincentes. El señor W. B. no era un romántico y no sentía simpatía ninguna por los relatos de Holffmann y de Poz. Finalmente prevaleció en él el buen sentido: decidió no hacer caso de nada y adaptarse, por lo menos en las apariencias, a aquella incomprensible situación. Aceptaría y recitaría su parte en la comedia, tratando a la desconocida como si fuera en verdad su María. Tal vez, pasando el tiempo y con una tenaz observación, llegaría a descubrir la verdad. Esta resolución calmó su excitación, pero no mitigó la intensidad de sus pensamientos. Cuando la falsa María entró otra vez en la habitación matrimonial, el señor W. B. se levantó del lecho y vio brillar una nueva esperanza: en la penumbra le pareció que era ella, la que había dejado al partir. Pero, sólo por un brevísimo momento; luego, era la desconocida, la intrusa. Logró ser dueño de sí mismo y la tomó del brazo, comprobando con estupor que aquel brazo,tibio a través de la tenue manga, le recordaba el de María, y tanto que casi sintió remordimiento. La nueva esposa se mostraba afectuosa, solícita, alegre, elegante, como la anterior. Ahora, la experiencia que pensaba hacer le parecía menos difícil, menos pavorosa. Bajaron juntos para ir a cenar...Ahí concluye, y de un modo brusco, el escrito de Kafka, y no es posible imaginar el fin de tan enigmática situación, cosa que, por lo demás, está conforme al singular ingenio de ese escritor. Aún cuando el cuento no estuviera completo, pagué con agrado las doscientas coronas pedidas por el el librero



sábado, 25 de junio de 2016

Tejado.Remansos.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez Caamaño

Tejado

El tejado era un tapiz de musgo y mugre, aleatoriamente distribuidos. Era sostenido por una casona de piedra, entre cuyos recovecos, había cien años de historia. Las ramas de los eucaliptos lo acariciaban cuando hacia viento, y el ruido del roce se asemejaba a una risita histérica, como si aquel tejado sintiera cosquillas.
En el centro exacto de aquel tejado se hallaba la trampilla de madera que lo comunicaba con las entrañas del hogar. Esa frontera entre lo cotidiano y lo onírico, se abría todos los días al atardecer, y como si de su ciclo vital se tratara, una mano casi de cuero se aferraba a las ancianas tejas, y se encogía en cuanto entraba en contacto con la húmeda superficie. No tardaba mucho en dibujarse una figura humana en aquel tejado. Una figura que se antojaba fantasmagórica a los ojos de los caminantes que pasaban junto a la casa, pero que era del todo ajena a esas miradas inquisidoras. El se sentía así mas cerca del cielo, de aquella acuarela azul que emanaba ese olor tan primitivo, ese placebo para sus males. Describir lo que hacia allí no llevaría mas de dos líneas, pues no se dedicaba mas que a ser, cosa bastante difícil para cualquier persona, pero que a el se le daba de maravilla si estaba encaramado a su atalaya, lejos de la gente que le hacia lamentarse por el mero hecho de existir. A veces se preguntaba si en ese mismo momento habría mas figuras como el, encaramadas a otro tejado, de otro pueblo, o quizás ciudad, siendo como el era, sin mas tarea que esa...su mente corría tan rápido que casi siempre le era imposible seguir su ritmo, y adecuar las constantes de su cuerpo a sus pensamientos. Era tal la cantidad de situaciones que imaginaba que acababa por sentirse terriblemente abrumado, pero el olor a leña quemada, el aire cargado de mar, y los retales de algunas novelas radiofónicas que venían de las casas contiguas, se llevaban súbitamente aquella sensación que tan incómoda le resultaba.
Abrió los ojos, y aquella estampa había desaparecido, ya no sentía la humedad en su espalda, ya no olía el salitre, ya no oía la radio de la casa de al lado..."despierta" -se dijo, y prosiguió dando aquella conferencia sobre la bajada de los tipos de interés en el auditorio de una ciudad que no era la suya, en un país que no era el que le vio nacer, pero esta era su terapia para seguir pensándose vivo, y no una víctimas más de la masa de gente que desprecia su pasado en pos de una existencia al borde de la locura, que ellos consideran la mejor.


viernes, 24 de junio de 2016

Lunes.Poema.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez León

Lunes, 30 de Diciembre de 2002


Grünerde Gelblich

Tengo miedo de no saber distinguirte
cuando tope, si topo, contigo.
No quisiera ver puesta de nuevo
mi cordura a prueba
al ver que prefieres
hablar de maquillajes
antes que escuchar poesía.
Que si, que hay
un momento para cada cosa
Aunque para algunas cosas
haya que evitar usar demasiados momentos.
Se que serás tan mágica
que ahora me quedaré
corto soñándote
Ahora de momento
solo se que
estás hecha de todas las personas
de todas las calles.
Tengo la certeza de que
vendrás como un ser absoluto
a desbordar el vaso de mi mundo
y que desde entonces nos pasaremos la vida
chapoteando en aquel maremoto como crías de pantera.

Recurro a tu incertidumbre para divertirme,
o para entristecerme si
estoy tan alegre que tanta alegría
resulte intolerable
Se que algún día, en cualquier parte,
le pondremos alas a las risas
y las liberaremos como aves hacia el universo
que haya más allá de lo que seamos.
Quisiera que concluyéramos juntos
que átomos y estrellas son lo mismo:
esferas,
que tu y yo seamos solo sentidos
y usemos el
cuerpo nada más
que como
madera que alimente
la hoguera donde
resolvamos acoplarnos
Ojalá encontrásemos una costurera
tan diestra que fuera capaz de unirnos
los cuerpos con hilo
cósmico, invisible, irrompible,
para que le perdiéramos el miedo
a lo que pudiera ser
otro posible olvido doloroso
y así poder caminar,
sin las reticencias típicas de los mortales.
Y sobre todo, quisiera que
no le pusiéramos nombre a nada de lo que pasara
porque seria igual que vivir algo
que ya otros hubieran vivido.
Debemos construir juntos
Un nuevo planeta dentro De este
Hasta que nos crezca
Algún órgano con el Que poder flotar
Hacia los asteroides
Y acampar ahí siempre.

Se que propondrás
Borrar de nuestros
Diccionarios las palabras
Desconfianza
Y
Conveniencia
Se que no dirás eso de que me quieres
Porque estarás quedándote corta
Hay una razón por la que quisiera
Dar contigo en esta vida
Y es porque
No se
Si en otras
Existirá París
O Carnota
O las Siete calles
O ese café de Santiago donde imaginé
Que llegabas y te sentabas a mi lado
Y te comías mi caramelo
Y yo te sonreía
O los columpios de al lado de casa
Que son escenarios que
Mi aliento utiliza para jugar
Y no desfallecer
Cada bocado
Cada molécula de oxigeno



Cada carcajada
Son un paso hacia ti
He oído a muchos otros
Imaginar a sus otras
No así
Sino a su manera
Pero los veo como a mi
Igual de perdidos
En el magma de sensaciones
Sos, sin haber aparecido,
Sin que yo supiera ahora mismo reconocerte
Aun teniéndote delante,
La cuerdecilla fina
Que cuelga entre
Des
Y
Esperanza,
El chorro de agua helada
Que uno devora de la fuente
Cuando la realidad agarra
Por los hombros y zarandea
Hasta dejarle a uno
Inconsciente:
Esa mano invisible que
Lo levanta a uno cada
Vez que tropieza y
Cae después de,
Por ejemplo,
Empuñar un teléfono
Y llamar a quien no se debe.
Es curioso que
Aquel día en la librería
Le dijera al hombre de anteojos
Que me diera ese lápiz y no ese otro
Porque entonces supe de repente
Que ahí era donde se almacenaba tu retrato
Latente
Hasta que me diera por extenderlo sobre
El blanco
Y después resguardarlo del mundo
Para poder entregártelo
Ese día en que por fin
Tu me llegues
O
Yo te llegue
O
Nosotros no lleguemos.