Jon
Ander
Luis
María Osorio termino el servicio militar en Cádiz el 5 de mayo de
1966. Dos semanas después estaba en su puesto de trabajo de la
fábrica de AAHH de Vizcaya en Ansio, en la periferia de Baracaldo
población obrera de la margen izquierda de la ría del Nervión.
Los
dos años pasados en Infantería de Marina, como cabo furriel
destinado en un taller de mantenimiento de camiones, parecían una
premonición de cuál iba a ser el destino de Luis María al acabar
la mili, aunque él ansiaba a hallar un trabajo más satisfactorio.
Pero al volver a Euskadi, no tardó en descubrir que no era tan fácil
conseguir trabajo en una tierra rebosante de inmigrantes que se
acogían a cualquier trabajo, con tal de salir adelante con sus
familias. Aunque se le hacía cuesta arriba tener que volver al
trabajo que había realizado antes de tener que servir a su patria
–peón de taller–, después de dos semanas en el paro fue de mala
gana a Altos Hornos a ver a su antiguo jefe de taller.
–Si
quieres puedes volver a tu sitio, Luis Marí –aseveró su jefe.
– ¿Y
el futuro?
–El
acero que fundimos aquí es de los mejores del mundo y no va a dejar
de haber demanda–le contestó Emilio el jefe de taller. Y
prosiguió–: En realidad, la dirección se está preparando para un
grandísimo aumento de la demanda del acero en los próximos veinte
años así que aquí puedes tener trabajo hasta que te jubiles e
incluso nos hará falta mucha gente que venga de fuera.
–Así
que necesitarán poner todavía más personal –dijo Luis María
desanimado.
–Eso
es lo que queremos.
Luis
María firmó el contrato, y después de unos días volvió a su
antiguo puesto de trabajo. Como le recordaba con frecuencia su mujer,
no hacía falta ser ingeniero para trabajar de peón de mantenimiento
en Altos Hornos.
No
tardó en conformarse con la rutina de su puesto de trabajo que. Sin
embargo, no era ese tipo de trabajo, ni de futuro lo que planeaba
para su hijo.
Jon
Ander había cumplido casi tres años y aún no conocía a su padre,
que lo había dejado dentro del vientre de su madre, preñada, para
tratar de evitar que Luis María tuviera que ir a la mili, pero no
les funciono el truco y tuvo que dedicar dos largos años a la
patria, pero desde que volvió de la mili hizo todo lo posible por el
chico y porque no tuviese que verse abocado al mismo negro futuro sin
perspectivas de su padre, que por carecer de formación tenía que
encarar el resto de su vida laboral como peón de taller en Altos
Hornos.
Luis
María estaba decidido a que Jon Ander no acabara trabajando en los
talleres de Altos Hornos el resto de su vida. Hacía horas extras
para ganar dinero a fin de que el chico pudiera recibir clases
particulares de matemáticas, ciencias y francés. Sintió
recompensados sus esfuerzos cuando el muchacho aprobó el examen de
ingreso y consiguió una plaza en el colegio de los jesuitas. Su
orgullo fue en aumento cuando aprobó los cinco cursos del primer
nivel y dos años después, los dos cursos finales.
Luis
María procuró disimular su disgusto cuando, el día que Jon Ander
cumplió dieciocho años, y le pregunto – ¿qué carrera piensas
estudiar ahora, hijo?
Y
este, a su vez le anunció que no quería ir a la universidad, sino
que…
–He
presentado una solicitud para trabajar contigo en el taller en cuanto
acabe el curso.
–Pero
¿por qué...?
–
¿Por qué no? Casi todos mis compañeros que acaban este curso ya
han sido admitidos en Altos Hornos y están deseando empezar.
–Tú
estás chalao.
–Vamos,
aita. El sueldo es bueno y tú has demostrao que siempre puedes ganar
más dinero haciendo horas extras. A mí no me importa currar duro.
–
¿Crees que me he pasao todos esos años procurando que tuvieras una
enseñanza de primera para que acabaras como yo, de peón en el
taller? –exclamó Luis María.
–Ese
no es el único trabajo y tú lo sabes, aita.
–Para
entrar allí tendrás que pasar por encima de mi cadáver. Me tiene
sin cuidao lo que hagan tus amigos; a mí sólo me importas tú.
Podrías ser abogao, contable, hasta profesor. ¿Por qué quieres
acabar en Altos Hornos?
–Para
empezar, está mejor pagao que dar clases. Mi profesor de francés me
dijo una vez que ganaba menos que tú.
–Ese
no es el tema, hijo...
–Aita,
lo que no puedes esperar que me pase el resto de la vida haciendo un
trabajo que no me gusta sólo para satisfacer tus sueños, solo
porque tu no hayas podido estudiar.
–Mira,
no estoy dispuesto a permitir que desaproveches el resto de tu vida
–dijo Luis María, levantándose de la mesa del desayuno–. Lo
primero que voy a hacer cuando llegue hoy al curro es ocuparme de que
rechacen tu solicitud.
–Eso
no es justo, aita. Tengo derecho a...
Pero
su padre ya no estaba en la habitación y se marchó al trabajo sin
volver a dirigirle la palabra.
Padre
e hijo estuvieron una semana sin hablarse. Finalmente, la madre
propuso una solución intermedia. Si Jon Ander conseguía un empleo
que contara con la aprobación de su padre y trabajaba un año
entero, podría luego, si quería, volver a solicitar el puesto en la
fábrica de aceros. El padre, por su parte, ya no pondría ningún
obstáculo en el camino de su hijo.
Luis
María aceptó. Y Jon Ander también, aunque de mala gana.
–Pero
sólo si trabajas el año entero –advirtió solemnemente Luis
María.
Durante
los últimos días de las vacaciones de verano, Luis María sometió
varias propuestas a la consideración de Jon Ander, pero el chico no
mostró el menor entusiasmo por ninguna de ellas. La madre de Jon
Ander estaba bastante nerviosa pensando que al final se quedaría sin
trabajo, pero una noche, en la cocina, mientras le ayudaba a pelar
patatas para la cena, le confió que trabajar en un hotel le parecía
la menos desagradable de todas las posibilidades que había
considerado hasta el momento.
–Al
menos tendrías un techo sobre la cabeza y comidas regulares
aseguradas –comentó la madre.
–Apuesto
a que no cocinarán tan bien como tú, ama –dijo Jon Ander echando
las patatas partidas en la cazuela–. De todos modos, sólo será un
año.
Durante
el mes siguiente, Jon Ander acudió a varias entrevistas en diversos
hoteles, sin éxito. Entonces su padre descubrió que el
antiguo brigada de su compañía era portero-conserje del jotel Ercilla de Bilbao, y
empezó de inmediato a mover algunos hilos.
–Si
el chico es bueno –le aseguró su antiguo compañero de armas
mientras tomaba una cerveza– podría llegar a jefe de conserjes, e
incluso a director de hotel.
Luis
María parecía bastante satisfecho, aunque Jon Ander siguiese
diciendo a sus amigos que empezaría a trabajar con ellos al cabo de
un año.
El 1
de septiembre de 1982, Luis María y Jon Ander Osorio fueron juntos
en autobús hasta la estación de Desierto Baracaldo. Luis María
estrechó la mano del muchacho y le prometió:
–Tu
madre y yo procuraremos que las Navidades de este año, cuando te den
el primer permiso, sean unas Navidades especiales. Y no te preocupes.
Con Barcina estarás en buenas manos. Te enseñará muchas cosas. Tú
procura cumplir siempre como el mejor.
Jon
Ander no dijo nada y, al subir al tren, se volvió a su padre y le
dirigió una leve sonrisa.
–Nunca
te arrepentirás... –fueron las últimas palabras que Jon Ander le
oyó decir mientras el tren salía de la estación.
Jon
Ander lo lamentó desde el mismo instante en que puso el pie en el
hotel.
Como
botones principiante, iniciaba la jornada a las seis de la mañana y
acababa a las seis de la tarde. Tenía derecho a un descanso de
quince minutos a media mañana, otro de cuarenta y cinco minutos para
comer y otro de quince minutos hacia la mitad de la tarde. Cuando
llevaba un mes trabajando, no podía recordar que le hubieran
concedido los tres descansos ni un solo día, y no tardó en
comprender que no podía reclamar a nadie. Sus obligaciones
consistían en llevar los equipajes de los clientes a sus
habitaciones cuando llegaban y bajarlos cuando se iban. Como en el
hotel se alojaba una media de trescientas personas por noche, la
tarea era interminable. El sueldo resultó ser la mitad de lo que
conseguían llevar a casa sus amigos, y como tenía que entregar
todas las propinas al conserje-portero, por muchas horas extras que
hiciera, nunca veía un céntimo. La única vez que osó
mencionárselo al conserje-portero, recibió esta respuesta:
–Ya
te llegará tu hora, chaval.
A Jon
Ander no le importaba que le quedara mal el uniforme, ni que su
habitación no llegara a los cuatro metros cuadrados y diera a un
patio interior sin ventilación. Hasta le tenía sin cuidado no
recibir una parte de las propinas. Pero sí le preocupaba no poder
hacer nada que complaciera al jefe de botones, por más que se
esforzara.
El
brigada Barcina, que en realidad consideraba el Ercilla como una
prolongación de su antiguo regimiento, no tenía paciencia con los
jóvenes a su mando que no habían cumplido el servicio nacional.
–Pero
¡si han quitao la mili! –Insistía Jon Ander–. –No des
excusas, chaval.
–No
es una excusa, Barci; es la verdad.
–Y
no me llames Barci. Para ti soy «el brigada Barcina», y que no se
te olvide.
–Sí,
brigada Barcina.
Todos
los días, al terminar su trabajo, Jon Ander volvía a su minúsculo
cuarto, con su silla minúscula y su diminuta cómoda, y se
derrumbaba exhausto en la cama minúscula. El único cuadro de la
habitación estaba reproducido en el calendario de la Caja de Ahorros Vizcaína que colgaba
sobre la cama. La fecha del 1 de septiembre de 1983 tenía un círculo
rojo para recordarle cuándo volvería a casa y podría empezar a
trabajar en la fábrica con sus amigos. Todas las noches, antes de
dormirse, tachaba el día humillante, como el preso que hace marcas
en la pared.
En
Navidad, Jon Ander fue cuatro días a casa, y cuando su madre vio el
estado general del muchacho intentó convencer al padre para que le
permitiera dejar el hotel, pero Luis María se mantuvo inflexible.
–Hicimos
un trato. No puedo contar con que le den un trabajo en la fábrica si
no es lo bastante responsable como para saber cumplir con su parte de
un acuerdo.
En las
breves vacaciones, Jon Ander esperaba a sus amigos a la puerta de la
fábrica y escuchaba luego sus historias de los fines de semana que
pasaban viendo los partidos del Athletic, bebiendo en el
bar o bailando en la discoteca. Todos comprendían su problema y
deseaban que llegara septiembre para que empezara a trabajar con
ellos.
–Ya
quedan pocos meses –le recordó animosamente uno de ellos.
Antes
de que pudiera darse cuenta, Jon Ander estaba de nuevo en su trabajo
de Bilbao, donde siguió transportando maletas de mala gana por los
pasillos del hotel, un mes detrás de otro.
Cuando
amainó el sirimiri, empezó el flujo habitual de turistas de todas
partes. A Jon Ander le gustaban los americanos, que le trataban como
a un igual y le daban propinas cojonudas por el mismo servicio que
otros clientes hubieran retribuido con la mitad. Claro que, recibiera
la propina que recibiera, el brigada Barcina persistía en
quitárselas con el inevitable: -Ya te llegará tu hora, chaval-.
Uno de
aquellos americanos, al que Jon Ander atendió diligentemente
corriendo de un lado a otro durante su estancia de quince días, le
entregó al muchacho un billete de mil pesetas al despedirse en la
puerta principal de hotel.
–Gracias,
señor –le dijo Jon Ander, echando una ojeada para comprobar si el
brigada Barcina andaba por allí.
–Suéltalo
–le dijo Barcina, en cuanto el cliente americano ya no podía
oírle.
–Precisamente
andaba buscándole para dárselo –le dijo Jon Ander, entregando el
billete a su superior.
–No
estarías pensando quedarte lo que me pertenece legítimamente,
¿verdad?
–No,
claro que no. Aunque bien sabe Dios que me lo gané.
–Ya
te llegará tu hora, chaval –concluyó el brigada Barcina sin
pensarlo mucho.
–No
me llegará mientras esté mandando alguien tan listo como usted
–repuso Jon Ander con aspereza.
–
¿Qué has dicho? –preguntó el jefe de botones, volviéndose.
–Ya
me ha oído, Barci.
La
bofetada en el oído pilló a Jon Ander por sorpresa.
–Mira,
chaval, acabas de quedarte sin trabajo. Nadie, lo que se dice nadie,
me habla así, ¿te enteras? –dijo el brigada Barcina, se volvió y
se dirigió al despacho del director.
El
director del hotel, Antonio Fernández, escuchó la versión de los
hechos del jefe de botones y llamó inmediatamente a Jon Ander a su
despacho.
–Comprenderás
que no me dejas más elección que despedirte –fueron sus primeras
palabras en cuanto la puerta se cerró.
Jon
Ander alzó la vista hacia aquel individuo alto y elegante, con su
chaqueta negra larga, el cuello blanco y la corbata negra.
–
¿Puedo explicarle lo que ocurrió realmente, señor? –preguntó.
El
director Antonio Fernández permitió, y luego escuchó sin
interrumpir la versión de Jon Ander de lo ocurrido aquella mañana.
Le contó también el acuerdo al que había llegado con su padre.
–Por
favor, permítame seguir trabajando las diez últimas semanas
–concluyó Jon Ander– o mi padre dirá que no he cumplido mi
parte del acuerdo.
–No
tengo ningún otro puesto vacante en este momento –alegó el
director–. A no ser que estés dispuesto a pasarte diez semanas
pelando patatas.
–Haré
lo que sea.
–Entonces,
preséntate en la cocina mañana por la mañana a las seis. Le diré
al tercer cocinero que irás. Pero si el jefe de botones te parece un
sargento, espera a conocer a Evilio, nuestro Jefe de Cocina. Te
aseguro que él no te dará un cachete en la oreja; te la cortará.
A Jon
Ander le daba igual. Estaba seguro de que durante diez semanas podría
aguantar lo que fuera, y a la mañana siguiente a las cinco y media
había cambiado su uniforme azul oscuro por una chaqueta blanca y
unos pantalones de cuadros azules y blancos, y se presentó a cumplir
con sus nuevas obligaciones. Le sorprendió que la cocina ocupara
casi todo el sótano del hotel y que allí la actividad fuera mayor
aún que en el vestíbulo.
El
tercer cocinero le colocó en un rincón de la cocina, junto a una
montaña de patatas, un cuenco de agua fría y un cuchillo
afilado. Jon Ander peló hasta la hora del desayuno, de la comida y
de la cena,
y se
quedó dormido nada más echarse en la cama, sin fuerzas ni para
tachar el día en el calendario.
Durante
la primera semana ni siquiera vio al legendario Evilio Llorente. Como
trabajaban en la cocina sesenta personas, Jon Ander confiaba en que
podría pasar completamente desapercibido.
Todos
los días empezaba a pelar a las seis, y luego entregaba las patatas
a un joven llamado Julio que las partía o las cortaba, a su vez,
según las instrucciones del tercer cocinero, para el plato del día.
El lunes, salteadas; el martes, en puré; el miércoles, fritas; el
jueves, en rodajas; el viernes, asadas; el sábado, para croquetas...
Jon Ander no tardó en alcanzar un ritmo diario, y llevaba siempre
una buena ventaja a Julio, así que no había ningún problema.
Después
de ver a Julio hacer su trabajo durante una semana, Jon Ander estaba
seguro de que podría enseñar al joven aprendiz a aligerar su carga
facilísimamente, pero decidió mantener la boca cerrada; abrirla
sólo podía crearle problemas, y estaba seguro de que el director no
le daría una segunda oportunidad.
Pronto
descubrió que Julio se atrasaba siempre muchísimo en el guiso de
carne con patatas del martes y en el estofado del jueves. De vez en
cuando, el tercer cocinero se acercaba a protestar y echaba una
ojeada al trabajo de Jon Ander para comprobar si era él quien
ocasionaba el retraso. Jon Ander procuraba tener siempre al lado un
cubo de repuesto de patatas peladas para evitar las críticas.
El
primer jueves de agosto por la mañana -tocaba estofado-, Julio se
cortó un dedo, el índice. La sangre salpicó todas las patatas
cortadas y la mesa de madera, y el chico se puso a gritar histérico.
–¡Llévenselo
de aquí! –gritó el Jefe de Cocina por encima del estruendo
general.
–Y
tú –dijo, señalando a Jon Ander–, limpia todo esto y ponte a
cortar las patatas que faltan. Hay todavía doscientos clientes
hambrientos esperando.
–
¿Yo? –Preguntó Jon Ander, incrédulo–. Es que...
–Sí,
tú. No podrías hacerlo peor que ese idiota que se dice aprendiz de
cocinero y se corta un dedo.
Y acto
seguido desapareció. Jon Ander se acercó de mala gana a la mesa de
trabajo de Julio. No estaba dispuesto a discutir mientras el
calendario siguiera allí para recordarle que le faltaban solamente
veinticinco días.
Jon
Ander se puso manos a la obra; lo había hecho muchas veces para su
madre. Daba cortes limpios y precisos con una habilidad que Julio no
habría ni soñado. Al final del día, aunque agotado, no se sentía
tan cansado como siempre.
Aquella
noche a las once, el Jefe de Cocina lanzó su gorro y cruzó con
torpeza las puertas de batientes; era la señal de que todos los
demás podían irse también en cuanto ordenaran lo que les
correspondiera. A los pocos segundos, volvió a abrirse la puerta y
apareció el jefe de cocina. Se quedó mirando alrededor mientras
todos esperaban a ver lo que hacía. En cuanto dio con lo que estaba
buscando, se dirigió directamente a Jon Ander.
-Joder
–se dijo Jon Ander- me va a matar.
–
¿Cómo te llamas? –requirió.
–Jon
Ander Osorio, señor –consiguió balbucear Jon Ander.
–Con
las patatas se desperdicia tu habilidad, Jon Ander Osorio –dijo el
chef–. Empieza con las verduras por la mañana. Preséntate a las
siete. Si el retrasao ese del medio dedo vuelve alguna vez, que se
ponga a pelar patatas.
Y,
dicho esto, giró sobre sus talones y se fue sin dar tiempo a Jon
Ander a replicar.
Le
aterraba la idea de tener que pasar tres semanas en medio de aquella
cocina, siempre bajo la atenta mirada del Jefe de Cocina, pero llegó
a la conclusión de que no tenía alternativa.
A la
mañana siguiente, Jon Ander se presentó a las seis por miedo a
llegar tarde y se pasó una hora viendo descargar las verduras
frescas traídas directamente por el jefe de compras del hotel, de
Mercabilbao. El encargado de suministros del hotel comprobó
meticulosamente todas las cajas y devolvió algunas antes de firmar
un comprobante de que el hotel había recibido más de 300 kg de
hortalizas. La media diaria, según le dijo a Jon Ander.
El
Jefe de Cocina llegó unos minutos antes de las siete y media,
comprobó los menús y mandó a Jon Ander limpiar las coles de
Bruselas, recortar las judías verdes y quitar las hojas externas y
duras de los repollos.
–Pero
no sé cómo se hace –le dijo Jon Ander con sinceridad.
Se
daba cuenta de que los otros aprendices se iban distanciando poco a
poco de él.
–Pues
yo te enseñaré –rezongó el jefe de cocina–. Quizá lo único
que debas aprender es que si quieres ser un buen chef has de saber
hacer todos los trabajos de la cocina, incluso pelar patatas.
–Pero
yo quiero ser... –empezó a decir Jon Ander, pero lo pensó mejor.
El
jefe de cocina parecía no haberle oído. Se sentó a su lado. Todos
se quedaron mirando cómo le explicaba las nociones básicas de
cortar y partir.
–Y
recuerda el dedo del otro idiota –le dijo, completando la lección
y pasándole un cuchillo afiladísimo–. El tuyo puede ser el
siguiente.
Jon
Ander empezó a cortar las zanahorias con cautela, luego las coles de
Bruselas, quitando las hojas externas y haciendo una profunda cruz en
el tallo. Luego se puso a recortar y partir las judías. De nuevo le
resultó bastante fácil adelantarse a los pedidos del chef.
Al
acabar el día, cuando el cocinero jefe se fue, Jon Ander se quedó a
afilar todos los cuchillos para la mañana siguiente, y dejó su zona
de trabajo impecable.
Al
sexto día, tras un lacónico cabeceo del chef, Jon Ander comprendió
que debía de estar haciéndolo casi bien. Al sábado siguiente,
creía dominar ya lo elemental de la preparación de las verduras, y
descubrió que cada vez le fascinaba más el trabajo de cocinero.
Aunque Evilio rara vez se dirigía a alguien cuando recorría la
inmensa cocina, excepto para lanzar un gruñido de aprobación o
desaprobación (con más frecuencia lo último), Jon Ander aprendió
rápidamente a adelantarse a sus necesidades. En un breve espacio de
tiempo, empezó a sentirse parte del equipo, aunque sabía muy bien
que era un aprendiz novato.
A la
semana siguiente, el día libre del ayudante del chef, permitieron a
Jon Ander disponer las verduras preparadas para servirlas, y él
dedicó bastante tiempo a dar a los platos un aspecto atractivo
además de comestible. El chef no sólo se fijó en ello sino que
llegó incluso a musitar su máximo elogio: Bien.
Durante
sus tres últimas semanas en el Ercilla, Jon Ander ni siquiera miró
el calendario de la cabecera de su cama.
Un
jueves por la mañana, el director mandó recado a Jon Ander de que
se presentara en su despacho en cuanto pudiera. Jon Ander había
olvidado completamente que era 31 de agosto, su último día. Cortó
en cuartos diez limones, y acabó de preparar los cuarenta platos de
salmón ahumado en lonchas finas que completarían el primer servicio
de un banquete de boda. Contempló su obra con orgullo, y luego se
quitó el delantal y lo dobló, disponiéndose a ir a recoger sus
papeles y la liquidación final.
–
¿Dónde vas tú? –le preguntó el chef alzando la vista.
–Me
marcho –dijo Jon Ander–. Vuelvo a Baracaldo.
–Hasta
el lunes, entonces. Te mereces el descanso.
–No;
me voy a casa definitivamente.
El
chef dejó de revisar las tajadas de carne de vacuno poco hecha que
constituían el segundo plato del banquete nupcial.
–
¿Cómo? –dijo, como si no entendiera.
–Sí.
He acabado mi año aquí y ahora vuelvo a casa a trabajar.
–Espero
que encuentres un hotel de primera clase –dijo el chef con
sinceridad.
–No
voy a trabajar en un hotel.
–
¿En un restaurante, quizá?
–No,
voy a conseguir un trabajo en Altos Hornos.
El
chef parecía perplejo, como si no entendiera si se debía a su
acento navarro o a que el chico se estaba burlando de él.
–
¿Cómo que en... Altos Hornos?
–En
el taller de mantenimiento.
–
¿Haciendo qué…?
–De
peón de mantenimiento, haciendo lo que me manden.
–
¿Lo que te manden? –preguntó el chef incrédulo.
–Sí.
–Jon Ander se echó a reír–. Y sábados y domingos libres.
El
chef seguía confuso.
–
¿Así que cocinarás para los obreros del taller de mantenimiento…?
–No.
Como le he explicado, voy de peón a lo que me mande hacer, lo que
sea –dijo Jon Ander lentamente, pronunciando con claridad todas la
palabras.
–Eso
no es posible.
–Oh,
claro que lo es. Y he esperado todo un año para demostrarlo.
–Si
yo te ofreciera trabajo como ayudante de cocina, ¿cambiarías de
idea? –le preguntó quedamente.
– ¿Y
por qué iba a hacerlo?
–Porque
tienes talento en esos dedos. Creo que con el tiempo serías un buen
cocinero, hasta puede que un buen chef.
–No,
gracias. Me vuelvo a Baracaldo con mis amigos.
El
cocinero jefe se encogió de hombros.
–
Tanto peor–dijo, y volvió sin más a la carne. Echó un vistazo a
los platos de salmón ahumado–. Un talento desperdiciado –añadió,
cuando la puerta de batientes se cerró tras su posible protegido.
Jon
Ander cerró su habitación con llave, tiró el calendario a la
papelera y regresó al hotel para devolver a la encargada de lencería
su ropa de cocina. Finalmente, entregó la llave de su habitación al
encargado.
–El
sobre de su salario, las tarjetas y el finiquito. -Ah, el jefe de
cocina ha telefoneado para decir que le gustaría darle referencias
–dijo el encargado–. Eso no ocurre todos los días, la verdad.
–Donde
yo voy no necesito referencias. Pero gracias, de todos modos.
Se
encaminó a buen paso a la estación, con el desgastado maletín
balanceándose a su lado, y descubrió que cada paso era más largo.
Cuando llegó a la estación, se dirigió al andén y se puso a
caminar arriba y abajo, mirando de vez en cuando el gran reloj del
vestíbulo de taquillas. Vio salir primero un tren hacia Baracaldo y
luego otro. Se dio cuenta de que la estación empezaba a quedarse a
oscuras al filtrarse las sombras por la marquesina de cristal en la
sala de espera. De pronto, dio la vuelta y salió de allí más de
prisa aún de lo que había llegado. Si se apresuraba, todavía
llegaría a tiempo de ayudar al cocinero jefe a preparar la cena de
aquella noche.
Jon
Ander aprendió a las órdenes de Evilio Llorente durante cinco años.
Pasó de las verduras a las salsas, del pescado a la caza, de las
carnes a la repostería. Al cabo de ocho años en el Ercilla, era
segundo chef y había aprendido tanto de su preceptor, que los
clientes habituales ya no podían determinar cuándo era el día
libre del Jefe de Cocina. Unos dos años más tarde, Jon Ander era
maestro cocinero; y cuando en 1995 a Evilio le ofrecieron hacerse
cargo de las cocinas del
Gran
Hotel Madrid de próxima inauguración, aceptó con la única
condición de que le acompañara Jon Ander.
–Está
en dirección contraria de Baracaldo –le advirtió Evilio–. De
todas formas, seguro que te ofrecen mi puesto en el Ercilla.
–Creo
que tendré que ir, porque si no esos madrileños no llegarán a
disfrutar nunca de una comida decente.
–Esos
madrileños –dijo Evilio– descubrirán siempre cuándo es mi día
libre.
–Sí,
y vendrán más –replicó Jon Ander riéndose.
Muy
pronto los madrileños acudían en masa al Gran Hotel Madrid, no a
reposar sus cansadas cabezas, sino a degustar los platos preparados
por el equipo de los dos cocineros.
Cuando
Evilio celebró su sesenta y cinco aniversario, el Gran Hotel Madrid
no tuvo que buscar mucho para nombrarle sucesor.
–El
primer Baracaldés que es Jefe de Cocina en el Gran Hotel Madrid
–comentó Evilio, alzando la copa de champan, en su banquete de
despedida–. ¿Quién iba a pensarlo? Pero para conservar el puesto
tendrás que cambiar tu nombre por el de Raúl.
–No
ocurrirá nunca ni lo uno ni lo otro –contestó Jon Ander.
–Desde
luego que sí, porque te he recomendado yo.
–Entonces
renunciaré.
–
¿Para irte de peón de mantenimiento a los Altos Hornos? –preguntó
Evilio, sarcástico.
–No,
es que he encontrado un pequeño restaurante en la margen izquierda.
Con mis ahorros no podré permitirme el alquiler, pero con tu
ayuda...
El 11
de septiembre de 2001, se inauguró Casa Evilio, en Baracaldo corazón
de la margen izquierda de la ría del Nervión.
La
fama de Jon Ander aumentó cuando los dos cocineros sentaron las
bases de la nueva cocina baracaldesa. Al poco tiempo, sólo las
estrellas de cine y los ministros del Gobierno podían conseguir mesa
en el restaurante con menos de tres meses de antelación.
El día
que Michelin concedió a Casa Evilio la tercera estrella, Jon Ander,
con la bendición de Evilio, decidió abrir otro restaurante. La
prensa y los clientes discutían sobre cuál de los dos locales era
mejor. Las hojas de reservas indicaban claramente que para el público
no había diferencia.
Cuando
en octubre de 2006 murió Evilio, un crítico del ramo escribió que
seguramente bajaría el nivel. Un año más tarde, el mismo
periodista hubo de admitir, que uno de los cinco mejores cocineros
del mundo, era de una población desconocida de la margen izquierda
de la ría. Antaño poblada de fábricas, cuyo nombre ni siquiera
podían pronunciar, llamada San Vicente de Baracaldo
A lo
largo de los años, Jon Ander había ido regularmente a ver a sus
padres a Baracaldo. Aunque hacía mucho que su padre se había
jubilado, Jon Ander nunca consiguió que fueran a Madrid a probar su
cocina
–No
necesitamos ir a Madrid –dijo su madre mientras ponía la mesa–.
Siempre que vienes a casa cocinas para nosotros, y estamos al tanto
de tus éxitos por los periódicos. Además, tu padre no se encuentra
nada bien últimamente.
–
¿Cómo llamas a esto, hijo? –preguntó su padre unos minutos
después, cuando le puso delante noisette de cordero con guarnición
de zanahorias tiernas.
–Nueva
Cocina.
– ¿Y
la gente paga por eso?
Jon
Ander se echó a reír, y al día siguiente preparó zancarrón de
vaca, largamente estofado con cebollas y txakolí de Sopuerta el
plato preferido de su padre.
–Esto
es una comida de verdad –dijo Luis María después de la tercera
ración–. Te diré una cosa sin cobrarte nada, muchacho. Cocinas
casi tan bien como tu ama.
Un año
después, Michelín hizo público el nombre de los restaurantes de
todo el mundo que habían sido galardonados con su codiciada tercera
estrella. The Times comunicó a sus lectores en primera plana que
Casa Evilio era el primer restaurante baracaldés al que se concedía
ese honor.
Para
celebrarlo, los padres de Jon Ander aceptaron por fin la invitación
de Jon Ander en el que les decía que estaba reconsiderando volver a
pedir trabajo en Altos Hornos, si no acudían a celebrarlo con él.
Aquella noche reservó a su nombre la mejor mesa de Casa Evilio.
Bajo
los efectos del vino más fino, Luis María no tardó en romper a
cotorrear, encantado, con todo el que le escuchaba, y no pudo
resistir la tentación de decirle al camarero jefe que su hijo era el
dueño del restaurante.
–No
seas tonto, Luis María –le dijo su esposa–. Él ya lo sabe.
–Una
pareja agradable, sus padres –comentó el jefe de camareros a Jon
Ander, después de servirles café y dar un puro a Luis María –.
¿A qué se dedicaba su padre antes de jubilarse? ¿Banquero,
abogado, profesor?
–Oh
no, nada de eso –dijo tranquilamente Jon Ander–. Se pasó toda su
vida laboral de peón de mantenimiento.
–Pero
¿por qué malgastó el tiempo haciendo eso? –preguntó el
camarero, incrédulo.
–Porque
no tuvo la suerte de tener un padre como el mío –repuso Jon Ander.