lunes, 27 de junio de 2016

Jon-Ander.El viejo almacén de libros.Antonio Domínguez Caamaño

Jon Ander
Luis María Osorio termino el servicio militar en Cádiz el 5 de mayo de 1966. Dos semanas después estaba en su puesto de trabajo de la fábrica de AAHH de Vizcaya en Ansio, en la periferia de Baracaldo población obrera de la margen izquierda de la ría del Nervión.
Los dos años pasados en Infantería de Marina, como cabo furriel destinado en un taller de mantenimiento de camiones, parecían una premonición de cuál iba a ser el destino de Luis María al acabar la mili, aunque él ansiaba a hallar un trabajo más satisfactorio. Pero al volver a Euskadi, no tardó en descubrir que no era tan fácil conseguir trabajo en una tierra rebosante de inmigrantes que se acogían a cualquier trabajo, con tal de salir adelante con sus familias. Aunque se le hacía cuesta arriba tener que volver al trabajo que había realizado antes de tener que servir a su patria –peón de taller–, después de dos semanas en el paro fue de mala gana a Altos Hornos a ver a su antiguo jefe de taller.
–Si quieres puedes volver a tu sitio, Luis Marí –aseveró su jefe.
– ¿Y el futuro?
–El acero que fundimos aquí es de los mejores del mundo y no va a dejar de haber demanda–le contestó Emilio el jefe de taller. Y prosiguió–: En realidad, la dirección se está preparando para un grandísimo aumento de la demanda del acero en los próximos veinte años así que aquí puedes tener trabajo hasta que te jubiles e incluso nos hará falta mucha gente que venga de fuera.
–Así que necesitarán poner todavía más personal –dijo Luis María desanimado.
–Eso es lo que queremos.
Luis María firmó el contrato, y después de unos días volvió a su antiguo puesto de trabajo. Como le recordaba con frecuencia su mujer, no hacía falta ser ingeniero para trabajar de peón de mantenimiento en Altos Hornos.
No tardó en conformarse con la rutina de su puesto de trabajo que. Sin embargo, no era ese tipo de trabajo, ni de futuro lo que planeaba para su hijo.
Jon Ander había cumplido casi tres años y aún no conocía a su padre, que lo había dejado dentro del vientre de su madre, preñada, para tratar de evitar que Luis María tuviera que ir a la mili, pero no les funciono el truco y tuvo que dedicar dos largos años a la patria, pero desde que volvió de la mili hizo todo lo posible por el chico y porque no tuviese que verse abocado al mismo negro futuro sin perspectivas de su padre, que por carecer de formación tenía que encarar el resto de su vida laboral como peón de taller en Altos Hornos.
Luis María estaba decidido a que Jon Ander no acabara trabajando en los talleres de Altos Hornos el resto de su vida. Hacía horas extras para ganar dinero a fin de que el chico pudiera recibir clases particulares de matemáticas, ciencias y francés. Sintió recompensados sus esfuerzos cuando el muchacho aprobó el examen de ingreso y consiguió una plaza en el colegio de los jesuitas. Su orgullo fue en aumento cuando aprobó los cinco cursos del primer nivel y dos años después, los dos cursos finales.
Luis María procuró disimular su disgusto cuando, el día que Jon Ander cumplió dieciocho años, y le pregunto – ¿qué carrera piensas estudiar ahora, hijo?
Y este, a su vez le anunció que no quería ir a la universidad, sino que…
–He presentado una solicitud para trabajar contigo en el taller en cuanto acabe el curso.
–Pero ¿por qué...?
– ¿Por qué no? Casi todos mis compañeros que acaban este curso ya han sido admitidos en Altos Hornos y están deseando empezar.
–Tú estás chalao.
–Vamos, aita. El sueldo es bueno y tú has demostrao que siempre puedes ganar más dinero haciendo horas extras. A mí no me importa currar duro.
– ¿Crees que me he pasao todos esos años procurando que tuvieras una enseñanza de primera para que acabaras como yo, de peón en el taller? –exclamó Luis María.
–Ese no es el único trabajo y tú lo sabes, aita.
–Para entrar allí tendrás que pasar por encima de mi cadáver. Me tiene sin cuidao lo que hagan tus amigos; a mí sólo me importas tú. Podrías ser abogao, contable, hasta profesor. ¿Por qué quieres acabar en Altos Hornos?
–Para empezar, está mejor pagao que dar clases. Mi profesor de francés me dijo una vez que ganaba menos que tú.
–Ese no es el tema, hijo...
–Aita, lo que no puedes esperar que me pase el resto de la vida haciendo un trabajo que no me gusta sólo para satisfacer tus sueños, solo porque tu no hayas podido estudiar.
–Mira, no estoy dispuesto a permitir que desaproveches el resto de tu vida –dijo Luis María, levantándose de la mesa del desayuno–. Lo primero que voy a hacer cuando llegue hoy al curro es ocuparme de que rechacen tu solicitud.
–Eso no es justo, aita. Tengo derecho a...
Pero su padre ya no estaba en la habitación y se marchó al trabajo sin volver a dirigirle la palabra.
Padre e hijo estuvieron una semana sin hablarse. Finalmente, la madre propuso una solución intermedia. Si Jon Ander conseguía un empleo que contara con la aprobación de su padre y trabajaba un año entero, podría luego, si quería, volver a solicitar el puesto en la fábrica de aceros. El padre, por su parte, ya no pondría ningún obstáculo en el camino de su hijo.
Luis María aceptó. Y Jon Ander también, aunque de mala gana.
–Pero sólo si trabajas el año entero –advirtió solemnemente Luis María.
Durante los últimos días de las vacaciones de verano, Luis María sometió varias propuestas a la consideración de Jon Ander, pero el chico no mostró el menor entusiasmo por ninguna de ellas. La madre de Jon Ander estaba bastante nerviosa pensando que al final se quedaría sin trabajo, pero una noche, en la cocina, mientras le ayudaba a pelar patatas para la cena, le confió que trabajar en un hotel le parecía la menos desagradable de todas las posibilidades que había considerado hasta el momento.
–Al menos tendrías un techo sobre la cabeza y comidas regulares aseguradas –comentó la madre.
–Apuesto a que no cocinarán tan bien como tú, ama –dijo Jon Ander echando las patatas partidas en la cazuela–. De todos modos, sólo será un año.
Durante el mes siguiente, Jon Ander acudió a varias entrevistas en diversos hoteles, sin éxito. Entonces su padre descubrió que el antiguo brigada de su compañía era portero-conserje del jotel Ercilla de Bilbao, y empezó de inmediato a mover algunos hilos.
–Si el chico es bueno –le aseguró su antiguo compañero de armas mientras tomaba una cerveza– podría llegar a jefe de conserjes, e incluso a director de hotel.
Luis María parecía bastante satisfecho, aunque Jon Ander siguiese diciendo a sus amigos que empezaría a trabajar con ellos al cabo de un año.
El 1 de septiembre de 1982, Luis María y Jon Ander Osorio fueron juntos en autobús hasta la estación de Desierto Baracaldo. Luis María estrechó la mano del muchacho y le prometió:
–Tu madre y yo procuraremos que las Navidades de este año, cuando te den el primer permiso, sean unas Navidades especiales. Y no te preocupes. Con Barcina estarás en buenas manos. Te enseñará muchas cosas. Tú procura cumplir siempre como el mejor.
Jon Ander no dijo nada y, al subir al tren, se volvió a su padre y le dirigió una leve sonrisa.
–Nunca te arrepentirás... –fueron las últimas palabras que Jon Ander le oyó decir mientras el tren salía de la estación.
Jon Ander lo lamentó desde el mismo instante en que puso el pie en el hotel.
Como botones principiante, iniciaba la jornada a las seis de la mañana y acababa a las seis de la tarde. Tenía derecho a un descanso de quince minutos a media mañana, otro de cuarenta y cinco minutos para comer y otro de quince minutos hacia la mitad de la tarde. Cuando llevaba un mes trabajando, no podía recordar que le hubieran concedido los tres descansos ni un solo día, y no tardó en comprender que no podía reclamar a nadie. Sus obligaciones consistían en llevar los equipajes de los clientes a sus habitaciones cuando llegaban y bajarlos cuando se iban. Como en el hotel se alojaba una media de trescientas personas por noche, la tarea era interminable. El sueldo resultó ser la mitad de lo que conseguían llevar a casa sus amigos, y como tenía que entregar todas las propinas al conserje-portero, por muchas horas extras que hiciera, nunca veía un céntimo. La única vez que osó mencionárselo al conserje-portero, recibió esta respuesta:
–Ya te llegará tu hora, chaval.
A Jon Ander no le importaba que le quedara mal el uniforme, ni que su habitación no llegara a los cuatro metros cuadrados y diera a un patio interior sin ventilación. Hasta le tenía sin cuidado no recibir una parte de las propinas. Pero sí le preocupaba no poder hacer nada que complaciera al jefe de botones, por más que se esforzara.
El brigada Barcina, que en realidad consideraba el Ercilla como una prolongación de su antiguo regimiento, no tenía paciencia con los jóvenes a su mando que no habían cumplido el servicio nacional.
–Pero ¡si han quitao la mili! –Insistía Jon Ander–. –No des excusas, chaval.
–No es una excusa, Barci; es la verdad.
–Y no me llames Barci. Para ti soy «el brigada Barcina», y que no se te olvide.
–Sí, brigada Barcina.
Todos los días, al terminar su trabajo, Jon Ander volvía a su minúsculo cuarto, con su silla minúscula y su diminuta cómoda, y se derrumbaba exhausto en la cama minúscula. El único cuadro de la habitación estaba reproducido en el calendario de la Caja de Ahorros Vizcaína que colgaba sobre la cama. La fecha del 1 de septiembre de 1983 tenía un círculo rojo para recordarle cuándo volvería a casa y podría empezar a trabajar en la fábrica con sus amigos. Todas las noches, antes de dormirse, tachaba el día humillante, como el preso que hace marcas en la pared.
En Navidad, Jon Ander fue cuatro días a casa, y cuando su madre vio el estado general del muchacho intentó convencer al padre para que le permitiera dejar el hotel, pero Luis María se mantuvo inflexible.
–Hicimos un trato. No puedo contar con que le den un trabajo en la fábrica si no es lo bastante responsable como para saber cumplir con su parte de un acuerdo.
En las breves vacaciones, Jon Ander esperaba a sus amigos a la puerta de la fábrica y escuchaba luego sus historias de los fines de semana que pasaban viendo los partidos del Athletic, bebiendo en el bar o bailando en la discoteca. Todos comprendían su problema y deseaban que llegara septiembre para que empezara a trabajar con ellos.
–Ya quedan pocos meses –le recordó animosamente uno de ellos.
Antes de que pudiera darse cuenta, Jon Ander estaba de nuevo en su trabajo de Bilbao, donde siguió transportando maletas de mala gana por los pasillos del hotel, un mes detrás de otro.
Cuando amainó el sirimiri, empezó el flujo habitual de turistas de todas partes. A Jon Ander le gustaban los americanos, que le trataban como a un igual y le daban propinas cojonudas por el mismo servicio que otros clientes hubieran retribuido con la mitad. Claro que, recibiera la propina que recibiera, el brigada Barcina persistía en quitárselas con el inevitable: -Ya te llegará tu hora, chaval-.
Uno de aquellos americanos, al que Jon Ander atendió diligentemente corriendo de un lado a otro durante su estancia de quince días, le entregó al muchacho un billete de mil pesetas al despedirse en la puerta principal de hotel.
–Gracias, señor –le dijo Jon Ander, echando una ojeada para comprobar si el brigada Barcina andaba por allí.
–Suéltalo –le dijo Barcina, en cuanto el cliente americano ya no podía oírle.
–Precisamente andaba buscándole para dárselo –le dijo Jon Ander, entregando el billete a su superior.
–No estarías pensando quedarte lo que me pertenece legítimamente, ¿verdad?
–No, claro que no. Aunque bien sabe Dios que me lo gané.
–Ya te llegará tu hora, chaval –concluyó el brigada Barcina sin pensarlo mucho.
–No me llegará mientras esté mandando alguien tan listo como usted –repuso Jon Ander con aspereza.
– ¿Qué has dicho? –preguntó el jefe de botones, volviéndose.
–Ya me ha oído, Barci.
La bofetada en el oído pilló a Jon Ander por sorpresa.
–Mira, chaval, acabas de quedarte sin trabajo. Nadie, lo que se dice nadie, me habla así, ¿te enteras? –dijo el brigada Barcina, se volvió y se dirigió al despacho del director.
El director del hotel, Antonio Fernández, escuchó la versión de los hechos del jefe de botones y llamó inmediatamente a Jon Ander a su despacho.
–Comprenderás que no me dejas más elección que despedirte –fueron sus primeras palabras en cuanto la puerta se cerró.
Jon Ander alzó la vista hacia aquel individuo alto y elegante, con su chaqueta negra larga, el cuello blanco y la corbata negra.
– ¿Puedo explicarle lo que ocurrió realmente, señor? –preguntó.
El director Antonio Fernández permitió, y luego escuchó sin interrumpir la versión de Jon Ander de lo ocurrido aquella mañana. Le contó también el acuerdo al que había llegado con su padre.
–Por favor, permítame seguir trabajando las diez últimas semanas –concluyó Jon Ander– o mi padre dirá que no he cumplido mi parte del acuerdo.
–No tengo ningún otro puesto vacante en este momento –alegó el director–. A no ser que estés dispuesto a pasarte diez semanas pelando patatas.
–Haré lo que sea.
–Entonces, preséntate en la cocina mañana por la mañana a las seis. Le diré al tercer cocinero que irás. Pero si el jefe de botones te parece un sargento, espera a conocer a Evilio, nuestro Jefe de Cocina. Te aseguro que él no te dará un cachete en la oreja; te la cortará.
A Jon Ander le daba igual. Estaba seguro de que durante diez semanas podría aguantar lo que fuera, y a la mañana siguiente a las cinco y media había cambiado su uniforme azul oscuro por una chaqueta blanca y unos pantalones de cuadros azules y blancos, y se presentó a cumplir con sus nuevas obligaciones. Le sorprendió que la cocina ocupara casi todo el sótano del hotel y que allí la actividad fuera mayor aún que en el vestíbulo.
El tercer cocinero le colocó en un rincón de la cocina, junto a una montaña de patatas, un cuenco de agua fría y un cuchillo afilado. Jon Ander peló hasta la hora del desayuno, de la comida y de la cena,
y se quedó dormido nada más echarse en la cama, sin fuerzas ni para tachar el día en el calendario.
Durante la primera semana ni siquiera vio al legendario Evilio Llorente. Como trabajaban en la cocina sesenta personas, Jon Ander confiaba en que podría pasar completamente desapercibido.
Todos los días empezaba a pelar a las seis, y luego entregaba las patatas a un joven llamado Julio que las partía o las cortaba, a su vez, según las instrucciones del tercer cocinero, para el plato del día. El lunes, salteadas; el martes, en puré; el miércoles, fritas; el jueves, en rodajas; el viernes, asadas; el sábado, para croquetas... Jon Ander no tardó en alcanzar un ritmo diario, y llevaba siempre una buena ventaja a Julio, así que no había ningún problema.
Después de ver a Julio hacer su trabajo durante una semana, Jon Ander estaba seguro de que podría enseñar al joven aprendiz a aligerar su carga facilísimamente, pero decidió mantener la boca cerrada; abrirla sólo podía crearle problemas, y estaba seguro de que el director no le daría una segunda oportunidad.
Pronto descubrió que Julio se atrasaba siempre muchísimo en el guiso de carne con patatas del martes y en el estofado del jueves. De vez en cuando, el tercer cocinero se acercaba a protestar y echaba una ojeada al trabajo de Jon Ander para comprobar si era él quien ocasionaba el retraso. Jon Ander procuraba tener siempre al lado un cubo de repuesto de patatas peladas para evitar las críticas.
El primer jueves de agosto por la mañana -tocaba estofado-, Julio se cortó un dedo, el índice. La sangre salpicó todas las patatas cortadas y la mesa de madera, y el chico se puso a gritar histérico.
–¡Llévenselo de aquí! –gritó el Jefe de Cocina por encima del estruendo general.
–Y tú –dijo, señalando a Jon Ander–, limpia todo esto y ponte a cortar las patatas que faltan. Hay todavía doscientos clientes hambrientos esperando.
– ¿Yo? –Preguntó Jon Ander, incrédulo–. Es que...
–Sí, tú. No podrías hacerlo peor que ese idiota que se dice aprendiz de cocinero y se corta un dedo.
Y acto seguido desapareció. Jon Ander se acercó de mala gana a la mesa de trabajo de Julio. No estaba dispuesto a discutir mientras el calendario siguiera allí para recordarle que le faltaban solamente veinticinco días.
Jon Ander se puso manos a la obra; lo había hecho muchas veces para su madre. Daba cortes limpios y precisos con una habilidad que Julio no habría ni soñado. Al final del día, aunque agotado, no se sentía tan cansado como siempre.
Aquella noche a las once, el Jefe de Cocina lanzó su gorro y cruzó con torpeza las puertas de batientes; era la señal de que todos los demás podían irse también en cuanto ordenaran lo que les correspondiera. A los pocos segundos, volvió a abrirse la puerta y apareció el jefe de cocina. Se quedó mirando alrededor mientras todos esperaban a ver lo que hacía. En cuanto dio con lo que estaba buscando, se dirigió directamente a Jon Ander.
-Joder –se dijo Jon Ander- me va a matar.
– ¿Cómo te llamas? –requirió.
–Jon Ander Osorio, señor –consiguió balbucear Jon Ander.
–Con las patatas se desperdicia tu habilidad, Jon Ander Osorio –dijo el chef–. Empieza con las verduras por la mañana. Preséntate a las siete. Si el retrasao ese del medio dedo vuelve alguna vez, que se ponga a pelar patatas.
Y, dicho esto, giró sobre sus talones y se fue sin dar tiempo a Jon Ander a replicar.
Le aterraba la idea de tener que pasar tres semanas en medio de aquella cocina, siempre bajo la atenta mirada del Jefe de Cocina, pero llegó a la conclusión de que no tenía alternativa.
A la mañana siguiente, Jon Ander se presentó a las seis por miedo a llegar tarde y se pasó una hora viendo descargar las verduras frescas traídas directamente por el jefe de compras del hotel, de Mercabilbao. El encargado de suministros del hotel comprobó meticulosamente todas las cajas y devolvió algunas antes de firmar un comprobante de que el hotel había recibido más de 300 kg de hortalizas. La media diaria, según le dijo a Jon Ander.
El Jefe de Cocina llegó unos minutos antes de las siete y media, comprobó los menús y mandó a Jon Ander limpiar las coles de Bruselas, recortar las judías verdes y quitar las hojas externas y duras de los repollos.
–Pero no sé cómo se hace –le dijo Jon Ander con sinceridad.
Se daba cuenta de que los otros aprendices se iban distanciando poco a poco de él.
–Pues yo te enseñaré –rezongó el jefe de cocina–. Quizá lo único que debas aprender es que si quieres ser un buen chef has de saber hacer todos los trabajos de la cocina, incluso pelar patatas.
–Pero yo quiero ser... –empezó a decir Jon Ander, pero lo pensó mejor.
El jefe de cocina parecía no haberle oído. Se sentó a su lado. Todos se quedaron mirando cómo le explicaba las nociones básicas de cortar y partir.
–Y recuerda el dedo del otro idiota –le dijo, completando la lección y pasándole un cuchillo afiladísimo–. El tuyo puede ser el siguiente.
Jon Ander empezó a cortar las zanahorias con cautela, luego las coles de Bruselas, quitando las hojas externas y haciendo una profunda cruz en el tallo. Luego se puso a recortar y partir las judías. De nuevo le resultó bastante fácil adelantarse a los pedidos del chef.
Al acabar el día, cuando el cocinero jefe se fue, Jon Ander se quedó a afilar todos los cuchillos para la mañana siguiente, y dejó su zona de trabajo impecable.
Al sexto día, tras un lacónico cabeceo del chef, Jon Ander comprendió que debía de estar haciéndolo casi bien. Al sábado siguiente, creía dominar ya lo elemental de la preparación de las verduras, y descubrió que cada vez le fascinaba más el trabajo de cocinero. Aunque Evilio rara vez se dirigía a alguien cuando recorría la inmensa cocina, excepto para lanzar un gruñido de aprobación o desaprobación (con más frecuencia lo último), Jon Ander aprendió rápidamente a adelantarse a sus necesidades. En un breve espacio de tiempo, empezó a sentirse parte del equipo, aunque sabía muy bien que era un aprendiz novato.
A la semana siguiente, el día libre del ayudante del chef, permitieron a Jon Ander disponer las verduras preparadas para servirlas, y él dedicó bastante tiempo a dar a los platos un aspecto atractivo además de comestible. El chef no sólo se fijó en ello sino que llegó incluso a musitar su máximo elogio: Bien.
Durante sus tres últimas semanas en el Ercilla, Jon Ander ni siquiera miró el calendario de la cabecera de su cama.
Un jueves por la mañana, el director mandó recado a Jon Ander de que se presentara en su despacho en cuanto pudiera. Jon Ander había olvidado completamente que era 31 de agosto, su último día. Cortó en cuartos diez limones, y acabó de preparar los cuarenta platos de salmón ahumado en lonchas finas que completarían el primer servicio de un banquete de boda. Contempló su obra con orgullo, y luego se quitó el delantal y lo dobló, disponiéndose a ir a recoger sus papeles y la liquidación final.
– ¿Dónde vas tú? –le preguntó el chef alzando la vista.
–Me marcho –dijo Jon Ander–. Vuelvo a Baracaldo.
–Hasta el lunes, entonces. Te mereces el descanso.
–No; me voy a casa definitivamente.
El chef dejó de revisar las tajadas de carne de vacuno poco hecha que constituían el segundo plato del banquete nupcial.
– ¿Cómo? –dijo, como si no entendiera.
–Sí. He acabado mi año aquí y ahora vuelvo a casa a trabajar.
–Espero que encuentres un hotel de primera clase –dijo el chef con sinceridad.
–No voy a trabajar en un hotel.
– ¿En un restaurante, quizá?
–No, voy a conseguir un trabajo en Altos Hornos.
El chef parecía perplejo, como si no entendiera si se debía a su acento navarro o a que el chico se estaba burlando de él.
– ¿Cómo que en... Altos Hornos?
–En el taller de mantenimiento.
– ¿Haciendo qué…?
–De peón de mantenimiento, haciendo lo que me manden.
– ¿Lo que te manden? –preguntó el chef incrédulo.
–Sí. –Jon Ander se echó a reír–. Y sábados y domingos libres.
El chef seguía confuso.
– ¿Así que cocinarás para los obreros del taller de mantenimiento…?
–No. Como le he explicado, voy de peón a lo que me mande hacer, lo que sea –dijo Jon Ander lentamente, pronunciando con claridad todas la palabras.
–Eso no es posible.
–Oh, claro que lo es. Y he esperado todo un año para demostrarlo.
–Si yo te ofreciera trabajo como ayudante de cocina, ¿cambiarías de idea? –le preguntó quedamente.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
–Porque tienes talento en esos dedos. Creo que con el tiempo serías un buen cocinero, hasta puede que un buen chef.
–No, gracias. Me vuelvo a Baracaldo con mis amigos.
El cocinero jefe se encogió de hombros.
– Tanto peor–dijo, y volvió sin más a la carne. Echó un vistazo a los platos de salmón ahumado–. Un talento desperdiciado –añadió, cuando la puerta de batientes se cerró tras su posible protegido.
Jon Ander cerró su habitación con llave, tiró el calendario a la papelera y regresó al hotel para devolver a la encargada de lencería su ropa de cocina. Finalmente, entregó la llave de su habitación al encargado.
–El sobre de su salario, las tarjetas y el finiquito. -Ah, el jefe de cocina ha telefoneado para decir que le gustaría darle referencias –dijo el encargado–. Eso no ocurre todos los días, la verdad.
–Donde yo voy no necesito referencias. Pero gracias, de todos modos.
Se encaminó a buen paso a la estación, con el desgastado maletín balanceándose a su lado, y descubrió que cada paso era más largo. Cuando llegó a la estación, se dirigió al andén y se puso a caminar arriba y abajo, mirando de vez en cuando el gran reloj del vestíbulo de taquillas. Vio salir primero un tren hacia Baracaldo y luego otro. Se dio cuenta de que la estación empezaba a quedarse a oscuras al filtrarse las sombras por la marquesina de cristal en la sala de espera. De pronto, dio la vuelta y salió de allí más de prisa aún de lo que había llegado. Si se apresuraba, todavía llegaría a tiempo de ayudar al cocinero jefe a preparar la cena de aquella noche.
Jon Ander aprendió a las órdenes de Evilio Llorente durante cinco años. Pasó de las verduras a las salsas, del pescado a la caza, de las carnes a la repostería. Al cabo de ocho años en el Ercilla, era segundo chef y había aprendido tanto de su preceptor, que los clientes habituales ya no podían determinar cuándo era el día libre del Jefe de Cocina. Unos dos años más tarde, Jon Ander era maestro cocinero; y cuando en 1995 a Evilio le ofrecieron hacerse cargo de las cocinas del
Gran Hotel Madrid de próxima inauguración, aceptó con la única condición de que le acompañara Jon Ander.
–Está en dirección contraria de Baracaldo –le advirtió Evilio–. De todas formas, seguro que te ofrecen mi puesto en el Ercilla.
–Creo que tendré que ir, porque si no esos madrileños no llegarán a disfrutar nunca de una comida decente.
–Esos madrileños –dijo Evilio– descubrirán siempre cuándo es mi día libre.
–Sí, y vendrán más –replicó Jon Ander riéndose.
Muy pronto los madrileños acudían en masa al Gran Hotel Madrid, no a reposar sus cansadas cabezas, sino a degustar los platos preparados por el equipo de los dos cocineros.
Cuando Evilio celebró su sesenta y cinco aniversario, el Gran Hotel Madrid no tuvo que buscar mucho para nombrarle sucesor.
–El primer Baracaldés que es Jefe de Cocina en el Gran Hotel Madrid –comentó Evilio, alzando la copa de champan, en su banquete de despedida–. ¿Quién iba a pensarlo? Pero para conservar el puesto tendrás que cambiar tu nombre por el de Raúl.
–No ocurrirá nunca ni lo uno ni lo otro –contestó Jon Ander.
–Desde luego que sí, porque te he recomendado yo.
–Entonces renunciaré.
– ¿Para irte de peón de mantenimiento a los Altos Hornos? –preguntó Evilio, sarcástico.
–No, es que he encontrado un pequeño restaurante en la margen izquierda. Con mis ahorros no podré permitirme el alquiler, pero con tu ayuda...
El 11 de septiembre de 2001, se inauguró Casa Evilio, en Baracaldo corazón de la margen izquierda de la ría del Nervión.
La fama de Jon Ander aumentó cuando los dos cocineros sentaron las bases de la nueva cocina baracaldesa. Al poco tiempo, sólo las estrellas de cine y los ministros del Gobierno podían conseguir mesa en el restaurante con menos de tres meses de antelación.
El día que Michelin concedió a Casa Evilio la tercera estrella, Jon Ander, con la bendición de Evilio, decidió abrir otro restaurante. La prensa y los clientes discutían sobre cuál de los dos locales era mejor. Las hojas de reservas indicaban claramente que para el público no había diferencia.
Cuando en octubre de 2006 murió Evilio, un crítico del ramo escribió que seguramente bajaría el nivel. Un año más tarde, el mismo periodista hubo de admitir, que uno de los cinco mejores cocineros del mundo, era de una población desconocida de la margen izquierda de la ría. Antaño poblada de fábricas, cuyo nombre ni siquiera podían pronunciar, llamada San Vicente de Baracaldo
A lo largo de los años, Jon Ander había ido regularmente a ver a sus padres a Baracaldo. Aunque hacía mucho que su padre se había jubilado, Jon Ander nunca consiguió que fueran a Madrid a probar su cocina
–No necesitamos ir a Madrid –dijo su madre mientras ponía la mesa–. Siempre que vienes a casa cocinas para nosotros, y estamos al tanto de tus éxitos por los periódicos. Además, tu padre no se encuentra nada bien últimamente.
– ¿Cómo llamas a esto, hijo? –preguntó su padre unos minutos después, cuando le puso delante noisette de cordero con guarnición de zanahorias tiernas.
–Nueva Cocina.
– ¿Y la gente paga por eso?
Jon Ander se echó a reír, y al día siguiente preparó zancarrón de vaca, largamente estofado con cebollas y txakolí de Sopuerta el plato preferido de su padre.
–Esto es una comida de verdad –dijo Luis María después de la tercera ración–. Te diré una cosa sin cobrarte nada, muchacho. Cocinas casi tan bien como tu ama.
Un año después, Michelín hizo público el nombre de los restaurantes de todo el mundo que habían sido galardonados con su codiciada tercera estrella. The Times comunicó a sus lectores en primera plana que Casa Evilio era el primer restaurante baracaldés al que se concedía ese honor.
Para celebrarlo, los padres de Jon Ander aceptaron por fin la invitación de Jon Ander en el que les decía que estaba reconsiderando volver a pedir trabajo en Altos Hornos, si no acudían a celebrarlo con él. Aquella noche reservó a su nombre la mejor mesa de Casa Evilio.
Bajo los efectos del vino más fino, Luis María no tardó en romper a cotorrear, encantado, con todo el que le escuchaba, y no pudo resistir la tentación de decirle al camarero jefe que su hijo era el dueño del restaurante.
–No seas tonto, Luis María –le dijo su esposa–. Él ya lo sabe.
–Una pareja agradable, sus padres –comentó el jefe de camareros a Jon Ander, después de servirles café y dar un puro a Luis María –. ¿A qué se dedicaba su padre antes de jubilarse? ¿Banquero, abogado, profesor?
–Oh no, nada de eso –dijo tranquilamente Jon Ander–. Se pasó toda su vida laboral de peón de mantenimiento.
–Pero ¿por qué malgastó el tiempo haciendo eso? –preguntó el camarero, incrédulo.
–Porque no tuvo la suerte de tener un padre como el mío –repuso Jon Ander.