domingo, 7 de abril de 2024

Gastrónomos. Roald Dahl.

 cuento publicado en “Relatos de lo inesperado” 


(Tales of the Unexpected, 1979)

Éramos seis cenando aquella noche en la casa de Mike Schofield en Londres: Mike con su esposa e hija, mi esposa y yo, y un hombre llamado Richard Pratt.

Richard Pratt era un famoso gourmet, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por «Los epicúreos», que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opíparos y vinos raros. No fumaba por temor a dañar su paladar, y cuando discutía sobre un vino tenía la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente.

«Un vino prudente —decía—, un poco tímido y evasivo, pero prudente al fin.» O bien, «un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre».

Yo había coincidido en casa de Mike dos veces con Richard Pratt anteriormente. En ambas ocasiones, Mike y su esposa se habían esmerado en preparar una comida especial para el famoso gourmet y, naturalmente, esta vez no iban a hacer una excepción.

En cuanto entramos en el comedor me di cuenta de que la mesa estaba preparada para una fiesta. Los grandes candelabros, las rosas amarillas, la numerosa vajilla de plata, las tres copas de vino para cada persona, y, sobre todo, el suave olor a carne asada que venía de la cocina, hicieron que mi boca empezara a segregar saliva.

Al sentarnos recordé que, en las dos anteriores visitas de Richard Pratt, Mike siempre había apostado con él acerca del vino clarete, presionándole para que dijera de qué año era la solera de aquel caldo. Pratt replicaba que eso no sería difícil para él. Entonces Mike apostaba con él sobre el vino en cuestión. Pratt había aceptado y ganado en ambas ocasiones. Esta noche estaba seguro de que volvería a jugar otra vez, porque Mike quería perder su apuesta y probar así que su vino era conocido como bueno, y Pratt, por su parte, parecía sentir un placer especial en exhibir sus conocimientos.

La comida empezó con un plato de chanquetes dorados y fritos con mantequilla, rociados con vino de Mosela. Mike se levantó y lo sirvió él mismo, y cuando volvió a sentarse me di cuenta de que observaba atentamente a Richard Pratt. Había dejado la botella frente a mí para que pudiera leer la etiqueta. Esta decía: «Geirslay Ohligsberg, 1945.» Se inclinó hacia mí y me dijo que Geirslay era un pueblecito a orillas del Mosela, casi desconocido fuera de Alemania. Me dijo que ese vino era muy raro porque, siendo los viñedos tan escasos, para un extranjero resultaba prácticamente imposible conseguir una botella. El había ido personalmente a Geirslay el verano anterior para conseguir unas pocas docenas de botellas que consintieron en venderle.

—Dudo que lo tenga alguien más en esta comarca —dijo, mirando de nuevo a Richard Pratt—. Lo bueno del Mosela —continuó, levantando la voz— es que es el vino más adecuado para servir antes del clarete. Mucha gente sirve vino del Rin, pero los que tal hacen no entienden nada de vinos. Cualquier vino del Rin mata el delicado bouquet del clarete. ¿Lo sabían? Es una barbaridad servir un Rin antes de un clarete. Pero el Mosela... ¡Ah! ¡El Mosela es el más indicado!

Mike Schofield era un hombre de mediana edad, muy agradable. Pero era corredor de Bolsa. Para ser exacto, era un agiotista de la Bolsa y, como muchos de su clase, parecía estar un poco perplejo, casi avergonzado, de haber hecho dinero con tan poco talento. En su fuero interno sabía que no era sino un book-maker, un corredor de apuestas, un untuoso, infinitamente respetable y secretamente inescrupuloso corredor de apuestas. Suponía que sus amigos lo sabían también. Por eso quería convertirse en un hombre de cultura, cultivar un gusto literario y artístico, coleccionando cuadros, música, libros y todo lo demás. Su explicación acerca de los vinos del Rin y del Mosela formaba parte de esta cultura que él buscaba.

—Un vino estupendo, ¿verdad? —dijo, mirando insistentemente a Richard Pratt.

Yo le veía echar una furtiva mirada a la mesa cada vez que agachaba la cabeza para tomar un bocado de chanquetes. Yo casi le sentía esperar el momento en que Pratt cataría el primer sorbo, contemplaría el vaso tras haber bebido con una sonrisa de placer, de asombro, quizá hasta de duda, y entonces se suscitaría una discusión en la cual Mike le hablaría del pueblo de Geirslay.

Pero Richard Pratt no probó el vino. Estaba conversando animadamente con Louise, la hija de Mike, la cual no tenía aún dieciocho años. Estaba frente a ella, sonriente, contándole, al parecer, alguna historia de un camarero en un restaurante parisiense. Mientras hablaba, se inclinaba más y más hacia Louise, hasta casi tocarla, y la pobre chica retrocedía lo máximo que podía, asintiendo cortésmente, o más bien desesperadamente, y mirándole no a la cara sino al botón superior de su smoking.

Terminamos el pescado y la doncella empezó a retirar los platos. Cuando llegó a Pratt y vio que no había tocado su comida siquiera, dudó unos instantes. Entonces Pratt advirtió su presencia, la apartó, interrumpió su conversación y empezó a comer rápidamente, metiéndose el pescado en la boca con hábiles y nerviosos movimientos del tenedor. Cuando terminó, cogió su vaso y en dos tragos se bebió el vino para continuar en seguida su interrumpida conversación con Louise Schofield.

Mike lo vio todo. Estaba sentado, muy quieto, conteniéndose y mirando a su invitado. Su cara, redonda y jovial, pareció ceder a un impulso repentino, pero se contuvo y no pronunció palabra.

Pronto llegó la doncella con el segundo plato. Este consistía en un gran rosbif. Lo colocó en la mesa delante de Mike, quien se levantó y empezó a trincharlo, cortando las lonchas muy delgadas y poniéndolas delicadamente en los platos para que la doncella las fuera distribuyendo. Cuando hubo servido a todos, incluyéndose a sí mismo, dejó el cuchillo y se inclinó apoyando las manos en el borde de la mesa.

—Bueno —dijo, dirigiéndose a todos, pero sin dejar de mirar a Richard—, ahora el clarete. Perdónenme, pero tengo que ir a buscarlo.

—¿Vas a buscarlo tú, Mike? —dije—. ¿Dónde está?

—En mi estudio. Está destapado, para que respire.

—¿Por qué en el estudio?

—Para que adquiera la temperatura ambiente, por supuesto. Lleva allí veinticuatro horas.

—Pero ¿por qué en el estudio?

—Es el mejor sitio de la casa. Richard me ayudó a escogerlo la última vez que estuvo aquí.

Al oír su nombre Richard nos miró.

—¿Verdad que sí? —dijo Mike.

—Sí —dijo Pratt afirmando con la cabeza—, es verdad.

—Encima del fichero de mi estudio —dijo Mike—. Ese fue el lugar que escogimos. Un buen sitio en una habitación con temperatura constante. Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo.

El pensamiento de un nuevo vino le devolvió el humor y dirigióse rápidamente a la puerta para regresar un minuto más tarde, despacio, solemnemente, llevando entre sus manos una cesta donde había una botella oscura. La etiqueta estaba invertida.

—Bueno —gritó, viniendo hacia la mesa—. ¿Y éste, Richard? Este no lo adivinará nunca.

Richard Pratt se volvió lentamente y miró a Mike; luego sus ojos descendieron hasta la botella metida en la cesta, levantó las cejas y echó hacia adelante el labio inferior con un gesto feo e imperioso.

Mientras tanto las mujeres callaban, en una especie de mutismo embarazoso y tenso.

—Nunca lo adivinará —repitió Mike—; ni en cien años.

—¿Un clarete? —preguntó Richard, como afirmándolo.

—Naturalmente.

—Entonces me imagino que será de algún pequeño viñedo.

—Puede que sí, Richard, y puede que no.

—Pero ¿es de un buen año? ¿Una de las grandes cosechas?

—Sí, eso se lo garantizo.

—Entonces no puede ser difícil —dijo Richard Pratt, recalcando las palabras, ya un poco aburrido. Sólo que, en mi opinión, había algo extraño en su forma de pronunciar, y en su aburrimiento: en sus ojos se percibía una sombra algo diabólica, y en su actitud un ansia que me provocó una cierta inquietud.

—Esta vez es realmente difícil —dijo Mike—. No le voy a coaccionar a que apueste por este vino.

—¿Por qué no?

Sus cejas se arquearon de nuevo y sus ojos adquirieron un extraño brillo.

—Porque es difícil.

—Esto no me deja en muy buen lugar.

—Mi querido amigo —dijo Mike—, apostaré con gusto si usted lo desea.

—No creo que sea tan difícil descubrirlo.

—¿Significa eso que va a apostar?

—Efectivamente, quiero apostar —dijo Pratt.

—Muy bien, lo haremos como siempre.

—No cree que pueda adivinarlo, ¿verdad?

—Con todo el respeto, no lo creo —dijo Mike. Hacía esfuerzos por mantenerse correcto. Pero Pratt no se molestó mucho en ocultar su desdén por todo el asunto.

Sin embargo, su pregunta siguiente traicionó un cierto interés.

—¿Quiere aumentar la apuesta?

—No, Richard.

—¿Apuesta cincuenta cajas?

—Sería tonto.

Mike se quedó quieto detrás de su silla en la cabecera de la mesa, cogiendo la botella embutida en su ridícula cesta. Su rostro estaba pálido y la línea de sus labios era muy fina.

Pratt estaba recostado en el respaldo de su silla, mirándole, con las cejas levantadas, los ojos medio cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Observé de nuevo, o creí ver, algo enigmático en la cara del hombre, una sombra de ansia en sus ojos, que ocultaban cierta malignidad un tanto pueril y maliciosa.

—Entonces, ¿no quiere subir a apuesta?

—Por mí no hay inconveniente, querido amigo —dijo Mike—; apostaré lo que quiera.

Las tres mujeres y yo estábamos callados, mirando a los dos hombres. La esposa de Mike empezaba a sentirse incómoda; su boca se contraía en un mohín de disgusto y me pareció que en cualquier momento iba a interrumpirles. El rosbif estaba intacto en los platos, jugoso y humeante.

—Entonces, ¿apostaremos lo que yo quiera?

—Exactamente, le apuesto lo que quiera, si está dispuesto a mantener la apuesta.

—¿Hasta diez mil libras?

—Desde luego, si así lo desea.

Mike iba ganando confianza por momentos. Sabía ciertamente que podía apostar cualquier suma que Pratt dijera.

—Entonces, ¿apuesto yo primero? —preguntó Pratt otra vez.

—Eso es lo que he dicho.

Hubo una pausa en la cual Pratt me miró a mí y luego a las tres mujeres detenidamente. Parecía querer recordarnos que éramos testigos de la oferta.

—¡Mike! —dijo la señora Schofield rompiendo la tensión ambiental—, ¿por qué no dejas de hacer tonterías y empezamos a comer? La carne se está enfriando.

—No es ninguna tontería —dijo Pratt tranquilamente—; estamos haciendo una apuesta.

Distinguí a la doncella en segundo término con una fuente de verdura en las manos, dudando entre seguir adelante o no.

—Muy bien —dijo Pratt—, le diré qué es lo que quiero que apueste.

—Diga, pues —le respondió Mike descaradamente—, empiece.

Pratt volvió la cabeza y nuevamente una diabólica sonrisa apareció en sus labios. Luego, lentamente, mirándonos a Mike y a mí, dijo:

—Quiero que apueste para mí, la mano de su hija. Louise Schofield dio un salto de la silla.

—¡Eh! —gritó—. ¡No, esto no tiene gracia! Oye, papá, no tiene ninguna gracia.

—No te preocupes, querida —la tranquilizó su madre—; sólo están jugando.

—No bromeo —dijo Richard Pratt.

—¡Esto es ridículo! —exclamó Mike, perdiendo el control de sus nervios.

—Usted ha dicho que apostara lo que quisiera.

—¡Yo he querido decir dinero!

—No ha dicho dinero.

—Eso es lo que he querido decir.

—Pues es una lástima que no lo haya dicho. De todas formas, si se arrepiente de su oferta, no tengo inconveniente.

—No voy a retirar mi oferta, amigo mío. Lo que pasa es que usted no tiene una hija para sustituir a la mía, en caso de que pierda, y aunque la tuviera, yo no me casaría con ella.

—Me alegro de oírte decir eso, querido —intervino su esposa.

—Me apuesto lo que usted quiera —anunció Pratt—. Mí casa, por ejemplo, ¿qué le parece mi casa?

—¿Cuál de ellas? —preguntó Mike, bromeando.

—La del campo.

—¿Por qué no la otra, también?

—De acuerdo, si así lo quiere usted. Las dos casas.

En aquel momento, vi dudar a Mike. Dio un paso adelante y colocó la botella sobre la mesa. Puso el salero a un lado, luego hizo lo mismo con la pimienta. Seguidamente cogió un cuchillo y durante unos segundos examinó pensativamente la hoja, colocándolo luego en su sitio otra vez. Su hija también le vio vacilar.

—Bueno, papá —gritó—. ¡No seas absurdo! Esto es una soberana tontería. Me niego a que me apostéis, como si fuera un trofeo de caza.

—Tienes mucha razón, nena —dijo su madre—. Ya está bien, Mike. Siéntate y come.

Mike no le hizo ningún caso. Miró a su hija paternalmente. Sus ojos brillaban con un gesto de triunfo.

—¿Sabes, Louise? —le dijo, sonriendo mientras hablaba—, debemos pensarlo.

—Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Me niego a escucharte! ¡En mi vida he oído una cosa tan ridícula!

—Hablemos en serio, querida. Espera un momento y escucha lo que voy a decirte.

—¡No quiero oírlo!

—¡Louise, por favor! Se trata de lo siguiente: Richard ha hecho una apuesta seria, él es quien ha apostado, no yo. Si pierde, tendrá que desprenderse de sus valiosas propiedades. Espera un momento, querida, no interrumpas. La cosa es ésta: no puede ganar.

—El cree que sí.

—Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Médoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que éste que tengo aquí es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible.

—No puedes asegurar eso —dijo su hija.

—Te digo que sí. Aunque no sea demasiado correcto por mi parte el decirlo, entiendo un poco de vinos. Y además, ¡por el amor del cielo!, soy tu padre y supongo que no pensarás que te voy a obligar a algo que no quieres, ¿verdad? Te estoy haciendo ganar dinero.

—¡Mike! —le replicó su mujer duramente—. ¡No sigas, Mike, por favor!

De nuevo pareció ignorarla.

—Si consientes en esta apuesta, en diez minutos poseerás dos grandes casas.

—Pero yo no quiero dos casas, papá.

—Entonces las vendes. Véndeselas a él inmediatamente. Yo lo arreglaré todo. Piénsalo, querida. Serás rica, independiente para toda la vida.

—¡Oh, papá, no me gusta! Me parece una cosa tonta.

—A mí también —dijo la madre.

Al hablar, movía la cabeza de arriba abajo como una gallina.

—Deberías avergonzarte de ti mismo, Michael, por sugerir una cosa así. ¡Llegar a apostar a tu propia hija! Mike ni siquiera la miró.

—Acepta —dijo testarudamente, mirando a la chica—. ¡Acepta!, ¡rápido! Te garantizo que no perderás.

—No me gusta eso, papá.

—Vamos, nena, ¡acepta!

Mike la forzaba más y más. Estaba inclinado hacia ella, mirándola fijamente, como si tratara de hipnotizarla.

—¿Y si pierdo? —dijo con voz ahogada.

—Te repito que no puedes perder, te lo garantizo.

—¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo?

—Te voy a hacer ganar una fortuna, así que no lo pienses más. ¿Qué dices, Louise? ¿De acuerdo?

Por última vez, ella dudó. Luego, se encogió de hombros desesperadamente y dijo:

—Bien, acepto, siempre que me jures que no hay peligro de perder.

—¡Estupendo! —exclamó Mike—. Entonces apostamos.

Inmediatamente, Mike cogió el vino, se sirvió primero a sí mismo y luego fue llenando los vasos de los demás. Ahora todos miraban a Richard Pratt, observando su rostro mientras él cogía su vaso con la mano derecha y se lo llevaba a la nariz. Era un hombre de unos cincuenta años y su rostro no era muy agradable. Todo era boca —boca y labios—, esos labios gruesos y húmedos del sibarita profesional, con el labio inferior más saliente en el centro, un labio colgante y permanentemente abierto con el fin de recibir más fácilmente la comida y la bebida. Como un embudo, pensé yo al observarle: su boca es un embudo grande y húmedo.

Lentamente, levantó el vaso hacia la nariz.

La punta de la nariz se metió en el vaso, y se deslizó por la superficie del. vino, husmeando con delicadeza. Agitó el vino en su vaso, para poder percibir mejor el aroma. Parecía intensamente concentrado. Había cerrado los ojos y la mitad superior de su cuerpo, la cabeza, cuello y pecho parecían haberse convertido en una sensitiva máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que le transmitía la nariz, con sus aletas carnosas, eréctiles, nerviosas y sensitivas.

Observé a Mike, sentado en su silla, aparentemente despreocupado, pero atento a todos los movimientos. La señora Schofield, su esposa, estaba sentada muy erguida en el lado opuesto de la mesa, mirando de frente, con gesto de desaprobación en el rostro. Louise, la hija, había separado un poco la silla y, como su padre, observaba atentamente los movimientos del sibarita.

Durante un minuto el proceso olfativo continuó; luego, sin abrir los ojos ni mover la cabeza, Pratt acercó el vaso a su boca y bebió casi la mitad de su contenido. Después del primer sorbo, se paró para paladearlo, luego lo hizo pasar por su garganta y pude ver su nuez moverse al paso del líquido. Pero no se lo tragó todo, sino que se quedó casi todo el sorbo en la boca. Entonces, sin tragárselo, hizo entrar por sus labios un poco de aire que mezclándose con el aroma del vino en su boca pasó luego a sus pulmones. Contuvo la respiración, sacando luego el aire por la nariz; para poner finalmente el vino debajo de la lengua y engullirlo, masticándolo con los dientes, como si fuera pan.

Fue una representación solemne e impresionante, debo confesar que lo hizo muy bien.

—¡Hum! —dijo, dejando el vaso y relamiéndose los labios con la lengua—, ¡hum!, sí..., un vinito muy interesante, cortés y gracioso, de gusto casi femenino.

Tenía saliva en exceso en la boca y al hablar soltó algunos salpicones sobre la mesa.

—Ahora empezaremos a eliminar —dijo—, me perdonarán si lo hago concienzudamente, pero es que me juego mucho. Normalmente, quizá me hubiera arriesgado y hubiera dicho directamente el nombre del viñedo de mi elección. Pero esta vez debo tener precaución, ¿verdad?

Miró a Mike y le dedicó una espesa y húmeda sonrisa. Mike no le sonrió.

—En primer lugar: ¿de qué distrito de Burdeos procede este vino? No es demasiado difícil de adivinar. Es excesivamente ligero para ser St. Emilion o Graves. Desde luego, es un Médoc, no cabe duda.

»Veamos, ¿de qué comarca de Médoc procede? Esto, por eliminación, tampoco es difícil de saber. ¿Margaux? No. No puede ser Margaux, no tiene el aroma violento de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac. Es demasiado tierno y gentil para ser un Pauillac. El vino de Pauillac tiene un carácter casi imperioso en su gusto. Además, para mí, Pauillac contiene un curioso y peculiar residuo que la uva toma del suelo de la viña. No, no. Este es un vino muy gentil, serio y tímido la primera vez que se prueba. Quizá sea un poco revoltoso a la segunda degustación, excitando la lengua con un poquito de ácido tánico. Después de haberlo saboreado, es delicioso, consolador y femenino, con la generosa calidad que se asocia a los vinos de la comarca de St. Julien. Indudablemente, éste es un St. Julien.

Se respaldó en la silla, puso las manos a la altura del pecho con los dedos juntos. Estaba poniéndose ridículamente pomposo, pero creo que lo hacía deliberadamente para burlarse de su anfitrión. Esperé ansiosamente a que continuara. Louise encendió un cigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforo y se volvió hacia ella, mirándola con ira.

—¡Por favor, no lo haga! Fumar en la mesa es una costumbre horrible.

Ella le miró, con el fósforo en la mano, observándolo fijamente con sus grandes ojos, quedando así un momento, y echándose hacia atrás otra vez, lenta y ceremoniosamente. Luego inclinó la cabeza y apagó el fósforo, pero continuó con el cigarrillo sin encender entre los dedos.

—Lo siento, querida —dijo Pratt—, pero no puedo consentir que se fume en la mesa. Ella no le volvió a mirar.

—Bueno, veamos. ¿Dónde estábamos? —dijo él—. ¡Ah, sí! Este vino es de Burdeos, de la comarca de St. Julien, en el distrito de Médoc. Hasta ahora voy bien. Pero llegamos a lo más difícil: el nombre de la viña. Porque en St. Julien hay muchos viñedos y, como ya ha señalado nuestro anfitrión anteriormente, a menudo no hay mucha diferencia entre el vino de uno y de otro, pero ya veremos.

Hizo una pausa otra vez, cerrando los ojos.

—Estoy tratando de establecer la cosecha —dijo—, si consigo esto, tendré ganada la mitad de la batalla. Bueno, veamos. Evidentemente, este vino no es de la primera cosecha de una viña, ni de la segunda. No es un gran vino. La calidad, la..., el..., ¿cómo lo llaman?: el esplendor, el poder, eso falta. Pero la tercera cosecha, ésa sí podría ser. Sin embargo, lo dudo. Sabemos que es de un buen año, nuestro anfitrión lo ha dicho. Esto lo desfigura un poco. Tengo que ser prudente, muy prudente, en este punto.

Tomó el vaso y dio otro sorbo.

—Sí —dijo, secándose los labios—, tenía razón. Es de la cuarta cosecha, ahora estoy seguro. La cuarta cosecha de un año muy bueno, bueno de verdad. Eso es lo que le dio el gusto de tercera y hasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto está mejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles son las viñas de las cuartas cosechas de la comarca de St. Julien?

Volvió a pararse, tomó el vaso y se lo puso en los labios. Luego le vi sacar la lengua, estrecha y rosada, con la punta metiéndose en el vino, escondiéndose otra vez; era un espectáculo repulsivo. Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojos cerrados, el rostro concentrado, sólo los labios se movían, restregándose uno contra otro como dos piezas de húmeda y esponjosa goma.

—¡Aquí está otra vez! —gritó—. Ácido tánico después de un sorbo y una sensación bajo la lengua. ¡Sí, sí, claro, ya lo tengo! El vino procede de una de esas pequeñas viñas de los alrededores de Beychevelle. Ahora recuerdo. El distrito de Beychevelle, el río, el pequeño puerto, anticuado y ridículo. Beychevelle... ¿Puede ser el mismo Beychevelle? No, no creo. No exactamente, pero debe de ser muy cerca de allí. ¿Château Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí, podría ser: esperen un momento.

Volvió a probar el vino y al fijarme en Mike Schofield le vi inclinarse más y más sobre la mesa, con la boca un poco abierta y sus ojos fijos en Richard Pratt.

—No. Estaba equivocado. Un Talbot viene más pronto a la memoria que ése; la fruta está más cerca de la superficie. Si es un «34», que creo que es, no puede ser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar. No es un Beychevelle y no es un Talbot, y sin embargo está tan cerca de ambos, tan cerca, que el viñedo debe de estar en medio. ¿Qué podrá ser?

Dudó unos momentos. Nosotros esperamos, observando su rostro. Todos, hasta la esposa de Mike, le mirábamos. Oí a la doncella poner el plato de verduras en el aparador, detrás de mí, suavemente, para no turbar el silencio.

—¡Ah! —gritó—, ¡ya lo tengo! ¡Sí, creo que lo tengo!

Por última vez probó el vino. Luego, con el vaso todavía cerca de la boca, se volvió hacia Mike y le dedicó una lenta y suave sonrisa, diciéndole:

—¿Sabe lo que es? Este es el pequeño Château Branaire-Duoru.

Mike quedó inmóvil.

—Y del año 1934.

Todos miramos a Mike, esperando que volviese la botella y nos enseñara la etiqueta.

—¿Es ésa su respuesta? —dijo Mike.

—Sí, creo que sí.

—Bueno. ¿Es o no es la respuesta final?

—Sí, es mi respuesta definitiva.

—¿Me quiere decir su nombre otra vez?

—Château Branaire-Duoru. Una pequeña viña. Un viejo castillo, lo conozco muy bien. No comprendo cómo no lo he reconocido desde el principio.

—Vamos, papá —dijo la chica—, vuelve la botella y veamos qué pasa. Quiero mis dos casas.

—Un momento —dijo Mike—, espera un momento. Parecía inquieto y sorprendido y su rostro iba palideciendo como si fuera perdiendo las fuerzas.

—¡Michael!—exclamó su esposa desde la otra parte de la mesa—. ¿Qué pasa?

—No te metas en esto, Margaret, por favor. Richard Pratt miraba a Mike con ojos brillantes. Mike no miraba a nadie.

—¡Papá! —gritó la hija angustiada—. ¡No me digas que lo ha adivinado!

—No te preocupes, querida. No hay por qué angustiarse. Supongo que fue por 'desembarazarse de la familia por lo que Mike se volvió hacia Richard Pratt y le dijo:

—Oiga, Richard, creo que será mejor que vayamos a la otra habitación y hablemos.

—No quiero hablar —dijo Pratt, fríamente—, lo que quiero es ver la etiqueta de la botella.

Ahora sabía que había ganado, tenía la arrogancia y la apostura del ganador y me di cuenta de que se molestaría si encontraba algún impedimento.

—¿Qué espera? —le dijo a Mike—. ¡Déle la vuelta!

Entonces ocurrió: la doncella, la pequeña y fina figura de la doncella de uniforme blanco y negro, estaba de pie al lado de Richard Pratt con algo en la mano.

—Creo que son suyas, señor —dijo.

Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendía. Dudó un momento.

—¿Son mías? Sí, seguramente, no sé...

—Sí, señor, son suyas.

La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado.

Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo.

Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Había algo raro en ella y en la manera de quedarse allí, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro tenía una mirada fría y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hacían parecerse a un pajarito.

—Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamente correcta—, encima del fichero verde, cuando ha ido allí, solo, antes de la cena.

Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí que Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz.

— ¡Bueno, Michael! —dijo su esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate!
Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendía. Dudó un momento.

—¿Son mías? Sí, seguramente, no sé...

—Sí, señor, son suyas.

La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado.

Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo.

Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Había algo raro en ella y en la manera de quedarse allí, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro
 tenía una mirada fría y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hacían parecerse a un pajarito.

—Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamente correcta—, encima del fichero verde, cuando ha ido allí, solo, antes de la cena.

Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí que 
Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz.

— ¡Bueno, Michael! —dijo su esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate!

EL TALLER DE LAS PALABRAS DE AMOR

 Algunas palabras le llegaban las pobres que daba pena verlas. Deshilachadas, cansadas del abuso cometido con ellas, con grasa acumuladas en los rincones más ocultos de su anatomía, renegridas, marchitas, con las uñas sucias y rotas, mechones de pelo arrancados de cuajo por cualquier desaprensivo, llenas de mataduras, con su dignidad ofendida y la autoestima por los suelos tras haber sido forzadas en abusos sin fin, otras cubiertas de barnices, maquillajes o ropajes extravagantes ajenos por completo a su ser original. Él las acogía con el cariño sincero del restaurador del mueble antiguo, con la dedicación del arqueólogo que descubre el hueso prehistórico enterrado a suaves brochazos, con el interés que el buen medico atiende al paciente que se siente temeroso ante la enfermedad.

El primer día las dejaba descansar y las mantenía a dieta absoluta para purificar sus delicados organismos. Comenzaba el tratamiento con una limpieza esmerada, le retira las sucias, rotas y ajadas vestiduras y las mantiene un tiempo desnudas para que sintiesen la alegría de lo nuevo del cuerpo limpio, antes de la ropa lavada y perfumada, la alegría de su ser original. Primero una buena alimentación, frutas, yogures naturales sin añadidos, pan de trigo, leche fresca de vaca, ensaladas de lechuga, tomate y cebolla aliñadas con aceite de oliva y vinagre de Jerez, algún bocadillo en la merienda, un poco de queso, pescados del día solo pasados por harina y fritos en aceite de oliva un, día verdel, otro chicharro o lirios. El pescado les sentaba muy bien y recuperaban con fuerza su significado. Por las tardes las colocaba con cuidado en un zurrón de lona y salía con ellas a dar un paseo por el bosque próximo a su casa, nombraba los árboles al pasar para hacer más instructivo el paseo, mirad que castaño tan bonito, aquella al fondo es una acacia y este tan retorcido cubierto de liquen y musgo es un roble anciano y estos matorrales de flores cárdenas tan bonitas son brezos y oís que al agitarlos un poco suenan como minúsculos cascabeles. Les enseñaba las curiosas formas de las nubes y las caras que se ven en las rocas si se mira atentamente y ellas miraban con sus ojillos admirados por el borde del zurrón y hacían comentarios entre ellas. Con el vaivén del caminar algunas se quedaban adormecidas apoyando sus cabecitas sobre sus compañeras deseando sin saberlo, sin sentirlo permanecer así en ese estado y no volver al sitio donde tantos sufrimientos habían padecido.

El orfebre de las palabras de amor regresaba al atardecer a su casa y volvía a colocar las palabras en sus cojines donde pasaban la noche descansando.

Así día a día volvía a ellas la lozanía, el vigor que les permitía recuperar su pleno sentido para poder incorporarse a otro destino y dejar espacio para otras hermanas palabras necesitadas de reposo, de buena alimentación, de trato cariñoso y de una temporada de vida tranquila en el campo.


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Carrera Interrumpida

 




Manuel Cermeño era bodeguero, habitante de Morales de Toro, provincia de Zamora. Era propietario de un pequeño local, en su pueblo donde expendía los vinos de su propia cosecha. Dentro de su humilde círculo social, lo apreciaban como hombre honrado, aunque algo dado -como en todos los pueblos- a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía complicarse en apuestas insensatas. En una de esas ocasiones, -muy frecuentes-, él se pavoneaba de sus hazañas como corredor y atleta, ante otros parroquianos de su bodega, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. La apuesta fue de 500 euros, y se comprometió a hacer todo el camino de Toro a Zamora corriendo ida y vuelta y, se trata de una distancia que supera los sesenta km. Esto fue el11 de septiembre de 2001. Una vez formalizada la apuesta partió de Toro en dirección a Zamora.

El hombre con quien había hecho la apuesta -no se recuerda su nombre-, acompañado por Mariano Rodríguez, dueño de una droguería, y Luis Gómez, fotógrafo de bodas, actuando como testigos lo siguieron en un Seat 600 descapotable.

Durante varios kilómetros, Cermeño marchó bien, a paso regular, sin debilidad aparente, porque poseía, la buena resistencia proporcionada por la vida de un hombre de campo, y no estaba tan intoxicado como para que el tabaco que consumía en gran cantidad le afectase de inmediato. Los tres testigos, en el 600, lo seguían a escasa distancia, y, de vez en cuando, lo ridiculizaban amistosamente o lo espoleaban, según les daba el ánimo. Súbitamente -en plena carretera, a menos de seis metros de distancia, y mientras los tres lo observan- el hombre dio la impresión de tropezar. No cayó a la calzada: desapareció antes de tocarla. Jamás se encontró rastro de él.

Tras permanecer en el sitio, merodeando arriba y abajo, presa de la perplejidad y la incertidumbre, los tres hombres regresaron a Morales de Toro, narraron su increíble historia, y fueron, al fin, detenidos por la guardia civil y enseguida puestos a disposición de la justicia. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los considero sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada vino jamás a desmentir el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones en la opinión pública de toda Zamora. Si tenían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de las historias más sorprendentes que haya escogido nunca un ser humano en su sano juicio.


miércoles, 6 de marzo de 2024

Destino final

 


Cuéntame una historia de un labrador zamorano, pobre pero listo, que trabaja la tierra sayaguesa con su primogénito.

Un día su hijo bien-amado le dice:

-¡Padre, qué mala suerte! Se nos ha escapado la marrana ibérica.

-¿Por qué dices mala suerte? - responde el labriego – ya veremos lo que nos depara el destino...

A los pocos días la marrana ibérica regresó, acompañada de un jabalí grande como una Harley Davidson.

-¡Padre, qué buena fortuna! - exclamó esta vez el muchacho, nuestra marrana ibérica ha vuelto acompañada de un jabalí.

-¿Por qué dices buena fortuna? – contesta el padre, ya veremos lo que nos trae el destino...

Transcurridos unos días, el zagal quiso meter dentro del cercado donde criaban los marranos ibéricos, al jabalí salvaje, para usarlo de semental.

Esté verraco indómito, no acostumbrado al trato humano, se engarabitó y atacó al muchacho lanzándole por los aires de un topetazo, con tan mala suerte que al caer al suelo se rompió una pierna y un brazo.

-¡Padre, qué desdicha! – exclamó entre lamentos el muchacho, ¡me he roto una pierna y un brazo!

El curtido labrador sayagués, dando muestra de su experiencia y sabiduría, sentenció:

-¿Por qué dices desdicha? – ¡el destino nos dirá si somos o no desdichados!...

Al muchacho no se le metía en la cabeza la filosofía de su anciano padre, sino que lloraba como una plañidera tirado en el camastro de su casa de adobe. Pocos días después dieron en pasar por la comarca, los soldados enviados por el rey, buscando jóvenes para reclutarlos para la guerra. Fueron a la casa del viejo criador de cerdos, para llevarse a su joven hijo, pero al ver al joven con su pierna y brazo entablillados, y comprobar que no les resulta de utilidad para la guerra, lo dejan con su padre y siguen su camino.

El joven comprende entonces que la rueda de la vida da tantas vueltas, que en su progreso, lo que hoy es malo, mañana se hace bueno, y lo que hoy es bueno, mañana se hace malo.



 

El andén


Estoy en el anden de la estación de metro de Delicias con Rufo, al que por cierto, para acceder he tenido que convencer con un bien trabado discurso de explicación al vigilante sobre la condición de Rufo como mi perro guía y el derecho que me asiste para ser acompañado a todos los lugares de modo legal.

-pero si usted, no es ciego -argumenta el vigilante-

-no, no soy ciego, pero soy muy torpe y el perro me ayuda cuando me caigo o me ocurre algún percance, ademas como puede ver tengo todos los documentos en regla incluso los del perro, y la autorización para que me sirva de lazarillo.

El vigilante ojea los documentos, la cartilla sanitaria de Rufo y la autorización legal de perro lazarillo y aún rezongando nos deja pasar.

Así que nos colocamos en el borde del andén a esperar la llegada del próximo tren. Tengo a Rufo a mi izquierda ya que con la derecha no lo puedo sujetar y esta unido a mi por la correa de seguridad con la que nos desplazamos como dos hermanos siameses de especies diferentes.


Se nos ha colocado mucha gente detrás, pero a mi espalda sin que yo me aperciba de ello se colocado un paisano al que yo no he visto pero al que Rufo si observa de reojo como suele mirar el, ladeando la cabeza y mirando entre las lanas que le cubren los ojos y hacen parecer que no ve, pero si que ve perfectamente.

Cuando el convoy aparece por el extremos del túnel quien esta a mi espalda hace un movimiento inopinado como de prepararse para entrar en el vagón cuando pare, en realidad su intención es empujarme con disimulo hacia la vía para que el tren me arrolle.


Pero con lo que no cuenta es con la rapidez de Rufo que un poco por salvarse el y otro poco por salvarme a mi ya que vamos unidos por la correa y ya no se sabe quien pasea a quien, da un fuerte tirón de la cadena y me derriba hacia la izquierda sobre el haciendo que me agache bruscamente como si tuviese una bisagra en la cintura.

Y así sucede que quien me iba a empujar sobre el tren pierde el equilibrio y se proyecta a si mismo exactamente sobre el tren que pasa en ese preciso instante y lo lanza sobre las vías delante del convoy que frena sobre el interfecto que queda atrapado entre las ruedas del tren hecho trizas.

La gente se echa hacia atrás despavorida contemplando con horror la escena del criminal que se administró su propia medicina.


Como el tráfico va a quedar suspendido durante un buen rato, nos vamos, Rufo que me mira de reojo según avanzamos hacia la salida me dice

-ahora tenemos que ir andando hasta la cuesta de Moyano

-pues si –le respondo, pero peor lo tiene el que nos quería empujar

Al salir el vigilante nos ve y nos pregunta

-¿Qué ya de vuelta?

-pues si, ha habido un accidente y se suspendido el servicio, por lo visto un paisano se arrojo al paso del tren y este lo ha hecho trizas.


Salimos a la calle y continuamos nuestro paseo que casi se ve alterado por un estúpido que al final tomo su propia medicina.


martes, 8 de junio de 2021

Hoy han traído a la sala cuatro a una anciana de 96 años, muerta de madrugada.  Se la ve a través del cristal del féretro con la piel de la cara como de pergamino húmedo,  con la humedad de la amanecida del pueblo aún latente en la cara. 

 





Antonio Domínguez Caamaño

Miscelánea de El viejo almacén de libros



En memoria de Rufo


Índice

1. Accidente de avión

2. El pescador del patio

3. El caníbal de Venezuela

4. Síndrome de Prader Willi

5. Fuera de lugar

6. Los Clowns Voladores/The Flying Clowns

7. Una joven puertorriqueña

8. Curandera mejicana mata a su hermana

9. Jon Ander

10. El ángel de la guardaña

11. Adaptación al medio

12. La partida

13. Bestiario

14. Remansos

15. Las ratas del camposanto

16. El suicida perfecto




1. Accidente de avión

La noticia de que un AB911 el avión más grande del mundo se había precipitado al mar cerca de Finisterre, con casi mil pasajeros a bordo, me llegó a Valladolid donde estaba cubriendo la Seminci. Apenas unos pocos minutos más tarde de que las primeras informaciones de la catástrofe fueran transmitidas por la radio (el mayor desastre de la historia de la aviación mundial, una tragedia similar a la aniquilación un pueblo pequeño), mi redactor jefe me telefoneó al hotel.

-Si aún no lo has hecho, alquila un coche, ve hasta allí y trata de conseguir toda la información que puedas. -¡Y, esta vez, no olvides tu cámara!

-No habrá nada fotografiable -hice notar-. Un montón de maletas flotando en el agua.

-No importa. Es el primer avión de este tipo que se estrella. ¡Pobre gente! Esto tenía que ocurrir algún día.

No me atreví a contradecirle, puesto que mi redactor jefe tenía razón. Abandoné‚ Valladolid media hora más tarde y me dirigí al noroeste, hacia Finisterre, recordando la puesta en servicio de aquellos aviones gigantes. No representaban ningún progreso en la tecnología de la aviación: de hecho, no eran más que versiones de dos pisos de un modelo ya existente; pero había algo en la cifra mil que excitaba la imaginación, provocaba todo tipo de malos presagios, que ninguna publicidad tranquilizadora conseguía alejar. Mil pasajeros; los contaba ya mentalmente, mientras me dirigía a la escena trágica. Veía las filas de pasajeros como una casi perfecta muestra sociológica; el sueño de un publicista: hombres de negocios, monjas de edad avanzada, estudiantes regresando a ver a sus familias, amantes en fuga, diplomáticos, incluso gente de vacaciones. Faltaban aún unos cien hasta el supuesto lugar del accidente y me puse a observar distraídamente el mar, como si fuese a ver los primeros maletines y chalecos salvavidas varados en las calas vacías. Cuanto más aprisa pudiera fotografiar unos cuantos restos flotando en el mar para contentar a mi redactor jefe y volver a Valladolid, a las mundanas frivolidades del festival de cine, más feliz me sentiría. Por desgracia, había grandes embotellamientos en la carretera comarcal que conducía a Finisterre. Evidentemente, todos los demás periodistas del festival, tanto españoles como extranjeros, habían sido enviados al lugar del desastre. Camiones de la televisión, coches de la policía y vehículos de turistas curiosos... pronto nos encontramos parachoques contra parachoques. Irritado por aquella macabra atracción hacia la tragedia, empecé a desear que no hubiera ni el menor rastro del avión cuando llegásemos al lugar del siniestro, aún a riesgo de decepcionar de nuevo a mi redactor jefe.

De hecho, escuchando los boletines de la radio, apenas había nuevas noticias sobre el accidente. Los comentaristas que habían llegado ya al lugar recorrían las calmadas aguas en fuera bordas. Y sin embargo no había la menor duda de que el avión se había estrellado en alguna parte. La tripulación de otro avión había visto al enorme aparato estallar entre cielo y tierra, probablemente víctima de un sabotaje. De hecho, la única información precisa que se transmitía una y otra vez por la radio era la grabación de los últimos instantes del piloto del gigantesco avión, declarando que había un incendio en la bodega de equipajes.

El avión se había estrellado, por supuesto, pero -¿dónde exactamente?

Pensando en ello, nadie había sido testigo de la caída del gigantesco avión al mar.

La explosión se había producido en alguna parte sobre la costa de Finisterre, y la probable trayectoria del desgraciado aparato conducía hasta el extremo del cabo donde se encuentra el faro que servía para evitar los naufragios en el mar pero era inútil para los accidentes aéreos. De hecho, un error de observación de apenas unos pocos kilómetros, un error de cálculo de algunos segundos por parte de la tripulación que había visto la explosión, podían situar el punto del impacto muy hacia el interior.

Por casualidad, observe a un par de periodistas en un coche cercano, discutían esta posibilidad, mientras el encargado de la estación de servicio donde repostábamos les llenaba el depósito. El más joven de los dos señalaba la montaña, e imitaba una explosión.

El otro parecía escéptico, ya que el joven encargado de la estación parecía querer confirmar la teoría y no ofrecía grandes muestras de comprensión. Una vez le hubieron pagado, se dirigieron de nuevo a la carretera para incorporarse a la lenta caravana que conducía a Finisterre. El hombre les observó marcharse, indiferente. Cuando hubo llenado mi depósito, casi vacío por el excesivo consumo de circular en caravana, le pregunté:

-¿Ha visto alguna explosión en las montañas?

-Quizá sí. Es difícil de decir. Puede que se tratara de un relámpago, o de una avalancha.

-¿No vio usted el avión?

-No, señor.

Se encogió de hombros, más interesado en su trabajo que en la conversación. Poco después, otro le reemplazó, y él se montó en la moto de un compañero y, como todo el mundo, se dirigieron hacia el faro atraídos por el morbo del accidente. Eché una mirada a la carretera que conducía hasta el faro. Por suerte, una vereda detrás de la estación de servicio se alejaba de ella unos quinientos metros más adelante, al otro lado de un campo. Diez minutos más tarde conducía hacia el valle, alejándome del litoral.

¿No sé, por qué supuse que el avión se había estrellado en las montañas? Quizá la esperanza de confundir a mis colegas y de impresionar a mi redactor jefe. Decidí irme hacia las montañas en dirección opuesta a la muchedumbre que se dirigía hacia la costa. Al poco rato surgió ante mí un pueblecito, un decrépito grupo de edificios alineados a ambos lados de una plaza formando pendiente.

Media docena de campesinos estaban sentados en el exterior de una taberna... no mucho más que una ventana en una pared de piedra. La carretera del litoral quedaba ya muy lejos, como si formara parte de otro mundo. A aquella altura, seguro que alguien tenía que haber visto la explosión del aparato si el avión se había estrellado por allí. Tenía que interrogar a algunas personas; si nadie había visto nada, daría media vuelta y seguiría a los demás hasta Finisterre.

Al entrar en el pueblo recordé hasta qué punto era humilde aquella zona de Galicia...casi sin ningún cambio desde el siglo XX. La mayor parte de las casas de piedra enfoscadas de cemento sin pintar, y con muestras de abandono y dejadez en los alrededores de las casas. No había más que una única y solitaria antena de televisión y algunos automóviles viejos, a ambos lados de la carretera junto con oxidadas piezas de utensilios agrícolas. Las deterioradas curvas de la carretera que conducían hacia el valle parecían ahogarse en un suelo secularmente mal aprovechado. Sin embargo tenía la esperanza de que los lugareños hubieran visto algo, un resplandor quizá o incluso la visión fugitiva del aparato en llamas cayendo.

Detuve mi coche en la empedrada plaza y me dirigí hacia los lugareños en el exterior de la taberna.

-Estoy buscando el avión que se ha estrellado -les dije-.

Puede que haya caído por aquí. -¿Alguno de ustedes ha visto algo?

Miraban fijamente mi coche, evidentemente un vehículo mucho más llamativo que todo lo que podía caer del cielo. Agitaron la cabeza, moviendo las manos de una forma extraña. Ahora sabía que había perdido mi tiempo acudiendo allí. Las montañas se elevaban por todos lados a mi alrededor, dividiendo los valles como si fueran las entradas de un inmenso laberinto.

Mientras me giraba para regresar al coche, uno de los viejos campesinos me tocó el brazo. Señalo indolentemente con el dedo hacia un estrecho valle encajonado entre dos picos adyacentes, muy arriba por encima de nosotros.

-¿El avión? -pregunté.

-Está ahí arriba.

-¿Qué? ¿Está seguro? -Intenté controlar mi excitación, con miedo a ponerme demasiado en evidencia.

El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No parecía estar ya interesado.

-Sí. Al final del valle. Es muy lejos.

Seguí mi camino unos instantes más tarde, intentando con dificultad no recalentar demasiado el motor del coche. Las vagas indicaciones del viejo me habían convencido de que estaba sobre la buena pista y a punto de conseguir el golpe maestro de mi carrera periodística. Pese a su indiferencia, el viejo había dicho la verdad. Seguí la estrecha carretera, evitando los socavones y otros agujeros en el suelo. A cada curva esperaba ver las alas destrozadas del avión en equilibrio sobre un distante pico, y centenares de cuerpos esparcidos por la ladera de la montaña como un ejército diezmado por un adversario sin piedad. Mentalmente redactaba ya los primeros párrafos de mi información, y me veía remitiéndosela a mí asombrado redactor jefe, mientras mis rivales contemplaban el mar vacío. Era importante hallar el equilibrio justo entre el sensacionalismo y la piedad, una irresistible combinación de realismo furioso e invocación melancólica. Pensaba describir el descubrimiento inicial de un asiento arrancado del avión sobre la ladera de la colina, una estremecedora pista de equipajes reventados, el juguete de peluche de un niño, y luego... el alfombrado valle cubierto de cuerpos desgarrados. Seguí por aquella carretera durante casi una hora, parando de vez en cuando para apartar las piedras que bloqueaban el camino. Aquella remota región montañosa estaba casi desierta. De tanto en tanto aparecía alguna casa aislada, pegada a la ladera de la montaña, una sección de cable telefónico siguiendo mi mismo camino durante unos seiscientos metros antes de interrumpirse bruscamente, como si la compañía telefónica se hubiera dado cuenta hacía años que no había nadie allí para llamar o recibir llamadas. Empecé a dudar una vez más. El viejo lugareño...-¿me habría engañado?-, si hubiera visto realmente caer el avión, -¿no se hubiera mostrado preocupado? La llanura litoral y el mar estaban ahora a kilómetros a mis espaldas, visibles de tanto en tanto mientras proseguía la irregular carretera a través del valle. Observando la soleada costa por mi retrovisor, no me di cuenta del enorme montón de pedruscos sembrados por la carretera. Tras el primer choque, me di cuenta por el distinto sonido del tubo de escape que me había cargado el silenciador.

Maldije sordamente por haberme embarcado en aquella loca aventura, me di cuenta de que estaba a punto de perderme en aquellas montañas. La claridad de la tarde estaba empezando a disminuir. Afortunadamente, llevaba bastante gasolina, pero en aquella estrecha carretera me resultaba imposible dar media vuelta. Obligado a continuar, me aproximé a un segundo pueblo, un grupo de viviendas miserables edificadas hacía más de un siglo alrededor de una iglesia que estaba en un estado ruinoso. El único lugar donde podía dar la vuelta estaba temporalmente bloqueado por dos lugareños cargando madera en una carreta. Mientras aguardaba a que se fueran, me di cuenta de que la gente de aquel lugar era aún más pobre que la del primer pueblo. Sus ropas estaban hechas o de cuero o de pieles de animales, y todos llevaban escopetas de caza al hombro; y sabía, viéndoles observarme, que no vacilarían en utilizar aquellas armas contra mí sí me quedaba hasta la noche.

Me observaron con atención mientras daba la media vuelta, con sus miradas fijas en mi lujoso coche deportivo, las cámaras en el asiento trasero, e incluso mis ropas, que debían parecerles increíblemente exóticas. A fin de explicar mi presencia y proporcionarme una especie de status oficial, dije:

-Me han pedido que busque el avión; cayó en algún lugar por aquí.

Iba a cambiar de marcha, dispuesto a salir a toda prisa, cuando uno de los hombres hizo un gesto afirmativo con la cabeza como respuesta. Apoyó una mano sobre mí parabrisas, y con la otra me indicó un estrecho valle que se abría entre dos picos cercanos, en una montaña a unos trescientos cincuenta metros por encima nuestro.

Mientras seguía con el coche el camino de montaña, todas mis dudas habían desaparecido. Ahora, de una vez por todas, iba a dar pruebas de mi valía al escéptico redactor jefe. Dos testigos independientes habían confirmado la presencia del avión. Cuidando de no reventar mi coche en aquel camino primitivo, continué dirigiéndome hacia el valle que lo dominaba. Durante otras dos horas seguí subiendo incansablemente, siempre hacia arriba en medio de las desoladas montañas. Ahora ya no eran visibles ni la llanura del litoral ni el mar. Durante un breve instante tuve un atisbo del primer pueblo por el que había pasado, lejos a mis pies, como una pequeña mancha en una alfombra. Afortunadamente, el camino seguía siendo practicable.

Apenas una senda de tierra y guijarros, pero lo suficientemente ancho como para que mis ruedas se aferraran a los bordes en las cerradas curvas.

En dos ocasiones me detuve para hacer algunas preguntas a los pocos montañeses que me contemplaban desde las puertas de sus cabañas. Pese a su reticencia, me confirmaron que los restos del avión se hallaban allá arriba.

A las cuatro de la tarde, alcancé finalmente el remoto valle que se hallaba entre los dos picos montañosos, y me acerqué al último de los pueblos construidos al final del largo camino. Este terminaba allí, en una plaza cuadrada pavimentada con piedras y rodeada por un grupo de viejas construcciones, que parecían haber sido erigidas hacía más de dos siglos y haber pasado todo aquel tiempo hundiéndose lentamente en el flanco de la montaña. Una gran parte del pueblo estaba deshabitado, pero, ante mi sorpresa, algunas personas salieron de sus casas para observarme y contemplar con estupor mi polvoriento coche. Me sentí inmediatamente impresionado por lo profundo de su pobreza. Aquella gente no poseía nada. Estaba desprovista de todo, de bienes terrenales, de religión, de esperanza, eran ignorados por el resto de la humanidad. Mientras salía de mi coche y encendía un cigarrillo, esperando a que se agruparan en torno mío a una respetuosa distancia, me pareció de una extrema ironía que el gigantesco avión, el fruto de un siglo de tecnología aeronáutica, se hubiera estrellado entre aquellos montañeses primitivos.

Observando sus rostros pasivos y carentes de expresividad, me sentí como rodeado por un extraño grupo seres, un poblado de enfermos mentales que hubiera sido abandonado a su suerte en las alturas de aquel perdido valle. Quizá existiera algún mineral en el suelo que afectara a los sistemas nerviosos y los redujera a un estado casi animal.

-El avión... ¿habéis visto el avión? -pregunté.

Me rodeaban una docena de hombres y mujeres, hipnotizados por el coche, por mí encendedor, por mis gafas, o incluso quizá por el tono de mi piel, demasiado rosado.

-¿Avión? ¿Aquí? -Simplificando mi lenguaje, apunté con el dedo a las rocosas laderas y los barrancos que dominaban el poblado, pero ninguno de ellos parecía comprenderme. Quizá fueran mudos, o sordos. Parecían inofensivos, pero se me ocurrió la idea de que no querían revelar lo que sabían del accidente. Con toda la riqueza que podrían recoger de los mil cuerpos destrozados, se harían dueños de un tesoro lo suficientemente grande como para transformar sus vidas durante todo un siglo. Aquel pequeño cuadrado de la plaza podría llenarse con asientos de avión, maletas, cuerpos apilados como madera para ser quemada en las chimeneas.

-Avión...

Uno de ellos, un hombre pequeño cuyo amarillento rostro no sería más grande que mi puño, repitió vacilante la palabra. Entonces me di cuenta de que ninguno de ellos me comprendía. Su dialecto debía ser más bien un subdialecto, en las fronteras mismas del lenguaje inteligente. Buscando un modo de comunicarme con ellos, reparé en mi bolsa de viaje llena con todo el equipo fotográfico. La etiqueta identificadora de la compañía aérea llevaba un dibujo a todo color de un gran avión. La arranqué, y mostré la imagen entre aquella gente. Inmediatamente, todos se pusieron a asentir con la cabeza. Murmuraban sin cesar, señalando hacia un estrecho barranco que formaba una corta prolongación del valle, al otro lado del pueblo. Un lodoso camino, apenas adecuado para las carretas, conducía hacia allá.

-¿El avión? -¿Allá arriba? -¡Bien!

Satisfecho, saqué mi cartera y les mostré un fajo de billetes, mi cuenta de gastos para el festival de cine. Agitando los billetes para animarlos:

-Vosotros llevarme allí. Ahora. Muchos cuerpos, ¿Cadáveres por todas partes?

Asintieron todos con la cabeza, contemplando con ojos ávidos el abanico de euros.

Tome el coche para atravesar el pueblo y seguir por el camino que flanqueaba la colina. A ochocientos metros del pueblo, me vi obligado a detenerme, pues la pendiente era demasiado pronunciada. El que parecía ser el jefe señaló la embocadura del barranco, tuve que dejar el coche para seguir a pie. Con mis ropas festivaleras, la tarea era difícil. El suelo de la garganta estaba cubierto de aceradas piedras que se me clavaban a través de las suelas de mis zapatos. Me fui quedando rezagando de mi guía, que saltaba por encima de las piedras con la agilidad de una cabra. Estaba sorprendido de no ver todavía huellas del gigantesco avión, o de los restos de los centenares de cuerpos. Había esperado encontrar la montaña inundada de cadáveres. Habíamos alcanzado el extremo de la garganta. Los últimos trescientos metros de la montaña se erguían ante nosotros, hasta el pico, separado de su gemelo por el valle y el pueblo más abajo. El jefe se había detenido y me señalaba la pared rocosa. Una mirada de orgullo cruzaba su pequeño rostro.

-¿Dónde? -Controlando mi respiración, seguí con los ojos la dirección que señalaba-. ¡Aquí no hay nada!

Y entonces vi lo que me estaba indicando, lo que todos los lugareños desde la costa del litoral me habían estado describiendo. En el suelo del barranco yacían los restos de una avioneta civil de cuatro plazas, el morro hundido, la cabina medio sepultada entre las rocas. El cuerpo del aparato había sido barrido hacía ya mucho tiempo por los vientos, y el avión era apenas un amasijo de trozos de metal oxidado y restos de fuselaje. Evidentemente hacía más de treinta años que se encontraba allí, presidiendo como un dios andrajoso aquella abandonada montaña. Y su presencia en aquel lugar se había extendido hasta abajo, de poblado en poblado.

Mi guía señaló el esqueleto de la avioneta. Me sonreía, pero su mirada estaba clavada en mi pecho, allá donde había metido la cartera en el bolsillo interior de mi chaqueta. Su mano estaba tendida. Pese a su corta estatura, tenía un aspecto tan peligroso como un pit-bull. Saqué la cartera y le estiré un solitario billete, más de lo que debía ganar en un mes. Quizá porque no se daba cuenta de su valor, señaló agresivamente hacia los otros billetes. Aparté su mano.

-Escucha... Este avión no me interesa. -¡No es el bueno, idiota!

Me miró sin comprender cuando tomé la etiqueta de mi bolsillo y le señalé con el dedo la imagen del enorme avión.

-¡Ese quiero! ¡Muy grande! ¡Centenares de cadáveres!

Mi decepción estaba dando paso a la cólera, y me puse a gritar:

-¡No es el bueno! ¿Acaso no comprendes? ¡Tendría que haber cadáveres por todas partes, muchos cadáveres, centenares de cadáveres...!

Me dejó allí, gritando, frente a las paredes de piedra del desierto barranco, en las alturas de la montaña y junto al incompleto esqueleto de la avioneta.

Diez minutos más tarde, de regreso al coche, descubrí que el pinchazo que antes había supuesto había deshinchado uno de los neumáticos delanteros. Ya completamente agotado, con los zapatos destrozados por las rocas, mis ropas sucias, me derrumbé tras el volante, dándome cuenta de la futilidad de aquella absurda expedición. ¡Podría sentirme feliz si conseguía volver a la carretera del litoral antes de la noche! Muy pronto, todos los periodistas estarían en Finisterre y enviarían sus reportajes sobre los restos del avión esparcidos por el mar. Mi redactor jefe aguardaría impaciente a que yo me pusiera en contacto con él para la edición de la noche. Y yo estaba allí en aquellas montañas abandonadas, con un automóvil inmovilizado y mi vida probablemente amenazada por aquellos lugareños idiotas. Tras descansar un poco, me decidí a actuar. Necesité media hora para cambiar el neumático. Cuando me puse en marcha para iniciar el largo viaje de vuelta hacia la llanura del litoral, el día empezaba a desaparecer ya por el pico. El pueblo estaba aún a trescientos metros más abajo cuando divisé la primera casa cerca de una curva del camino. Uno de los lugareños estaba de pie cerca de un muro pequeño, con lo que parecía ser un arma en los brazos.

Disminuí inmediatamente la velocidad, puesto que sabía que, si me atacaban, tenía pocas posibilidades de escapar. Recordando la cartera en mi bolsillo, la saqué y coloqué los billetes sobre el asiento. Quizás aquello financiara mi paso a través de ellos.

Mientras me acercaba, el hombre dio un paso adelante hacia la carretera. El arma que llevaba en la mano era una vieja pala. Era un hombrecillo exactamente igual a todos los demás. Su postura no tenía nada de amenazador. Parecía más bien querer pedirme algo, casi mendigar.

Había un montón de ropas viejas al borde de la carretera, cerca del muro. ¿Quería que los comprara? Casi frené para darle un billete, y entonces vi que en realidad se trataba de una mujer vieja, parecida a un mono envuelto en un chal, que me miraba fijamente. Luego vi que aquel rostro esquelético era realmente un cráneo, y que las ropas hechas andrajos eran su sudario.

-Cadáver... -el hombre hablaba nerviosamente, aferrando su pala en la semioscuridad. Le di el dinero y proseguí mi marcha, siguiendo el camino que conducía al pueblo. Otro hombre, este más joven, estaba de pie una cincuentena de metros más adelante, sosteniendo también una pala. El cuerpo de un niño, recién desenterrado, permanecía sentado contra la tapa del abierto ataúd.

-Cadáver...

Por todo el pueblo, la gente permanecía en las puertas, algunos solos, aquellos que no tenían a nadie que exhumar para mí, otros con sus palas. Recién sacados de sus tumbas, los cadáveres permanecían sentados en la penumbra, ante las casas, apoyados contra las paredes de piedra como padres olvidados por fin en condiciones de alimentar a los suyos. Los pasé a toda velocidad, arrojándoles lo que me quedaba del dinero, pero a todo lo largo de mi descenso de la montaña las voces y los murmullos de los lugareños no dejaron de perseguirme ni un solo momento.

2. El pescador del patio

La mujer dejó las bolsas de la compra sobre el suelo y lanzó un suspiro de alivio. Una voz inquisitiva le pregunta desde un rincón de la casa.

-¿María, has traído las sardinas?

-Sí, ahora te las doy.

El hombre moreno, desgreñado, con barba de varios días y arrugado como una pasa, viste una sucia camisa de cuadros y un pantalón de tergal, tapizado por una costra de grasa, como única indumentaria.

Coge una sardina que le alarga la mujer y sopesándola, dice...

-Esta es buena, creo que valdrá.

Sujeta con la mano izquierda el plateado cuerpo del pez y con la derecha introduce la punta del anzuelo por uno de los ojos y lo saca por el otro, comprueba mediante un tirón la firmeza del enganche y asomándose por la ventana va bajando el hilo del que pende la sardina, hasta el suelo del miserable patio. Botellas de plástico renegrido, botes de conserva, cartones de vino vacios, matorrales y hierbas de escombrera tapizan el patio encajonado entre míseros edificios descoloridos, deslavados de mil lluvias. En varias ventanas se observa una escena similar de hilos colgando con una sardina en el extremo.

Dentro de un bidón comido por el oxido, un gato gris levanta repentinamente la cabeza al percibir en el aire el husmillo de la sardina, se yergue con el cuerpo tenso y sale lentamente de su guarida con el rabo enhiesto casi tocándole la cabeza. Con sutil cuidado esquiva las porquerías del patio y caminando con seguridad se acerca a la sardina. En otros puntos del patio se desarrolla con exactitud la misma escena con la única variación del color del gato. Un silencio expectante invade el patio y sus aledaños, no se oye un aparato de radio, nadie tose, no se oye el llanto de ningún niño. Ni siquiera se oye el tráfico de la carretera que pasa al lado de las miserables casuchas amontonadas. La tensión crece por momentos, todo el mundo está pendiente de lo que ocurre. El gato gris esta oliendo la sardina que se le ofrece tentadora. Está el gato parado, contemplando lo que ha de ser su comida con los sentidos obnubilados, sin reparar en el hilo que nace de los ojos del pez. Da un paso y se acerca definitivamente, agacha la cabeza y comienza a lamer el pez, sus jugos gástricos ya rezuman por las paredes del estomago y con premura hinca los dientes en el lomo del pescado y comienza a comer, devora la mitad del pez hasta las agallas, levanta la cabeza y se relame. En ese preciso instante un par de ávidos ojos que habían seguido con máximo interés el suceso brillan con malicia y las manos tiran suavemente del hilo dejando los restos de la sardina

por encima del gato a dos palmos del suelo. El gato al percibir el movimiento tensa las orejas y observa con los ojos muy abiertos los restos de la sardina que ahora penden sobre su cabeza, tremolan sus patas traseras y se lanza en un salto perfecto sobre los restos del pez engulléndolos de un bocado; a su vez desde la ventana las manos dan un fuerte tirón del hilo y un ronco alarido brota incontenible de las gargantas llenando el patio de ecos sobrecogedores. Varios gatos cuelgan ahora en el vacío con los pelos erizados y pugnando por liberarse del garfio que tienen clavado en sus entrañas.

Lentamente la multitud de manos comienzan a izar sus respectivas presas. El hombre que ha capturado al gato gris con los ojillos brillantes por la emoción se dirige a la mujer, María prepara la cazuela que este pesa por lo menos tres kilos y tenemos comida para varios días.

3. El caníbal de Venezuela

En San Cristóbal, Venezuela a 750 kilómetros de Caracas ha sido detenido por la policía judicial Dorangel Vargas Gómez acusado de haber dado muerte a varios paisanos. Hasta ahí casi parece un hecho sin importancia de los que ocurren por todos los rincones del planeta, pero es que este buen señor ha resultado ser un consumado gourmet al que únicamente su descuido en el aseo y la higiene más elementales han echado por tierra su noble contribución para evitar la superpoblación de la tierra y arrimar el hombro en la reconstrucción de la depauperada nación caribeña. Nuestro buen Dorangel invitaba a sus vecinos de ranchito a barbacoas sin comunicarles previamente que ellos serían el plato principal, eso sí primero los convidaba a una Polar bien helada, a frutas tropicales para que así como quién dice estuviesen rellenos sin trabajo y la cerveza como liquido culinario es un detalle que denota la gran especialización que estaba adquiriendo con la práctica cotidiana. Casualmente a nuestro buen Dorangel no le gustaban las mujeres "los hombres saben mejor que las mujeres, saben recio como cochino salado, como jamón, da gusto comer un buen macho, las mujeres saben dulce como quien come flores y te dejan él estomago flojo como si no hubieses comido" bueno sus vecinas por lo menos habrán suspirado aliviadas.

Además por ser un exquisito y desechar las partes de sus convidados que le resultaban indigestas nuestro buen caníbal ha terminado en manos de la policía precisamente por arrojar a la puerta de su domicilio (intitulado Centro Venezolano Para El Estudio De La Superpoblación Y Sus Posibles Remedios Ante El Efecto Del Año 2000), las cabezas, las manos, los pies ¿ acaso por el olor? Ya en sus

declaraciones ante el juez dio muestras de su exquisito conocimiento de la gama de sabores del cuerpo humano al exponer lo siguiente” no me arrepiento de lo que he hecho, porque me gusta la carne y no soy el único, en diciembre compartí al vecino Manuel "pana" que era muy buena persona y yo me dije si están buen vecino tiene que estar bien sabroso total que hice unas empanadillas con él y las compartí con los conocidos que en todo momento alabaron la sabrosura del relleno quizá ahora piensen mal de mí pero yo lo hice con la mejor buena voluntad del mundo como recomienda la iglesia yo compartí mi pan, bueno en este caso al bueno de Manuel pero al caso le hace lo mismo con otros tan necesitados como yo y ahora me veo prisionero yo por necesidad me veo metido en esta vaina por todo cuanto robaron en esta nación que nos han llevado al hambre a miles de venezolanos, pero no me arrepiento porque a pesar de que lo único que no me daba apetito las cabezas, las manos y los pies cuando más me apuraba el hambre yo me hacia una sopita con ellas y no desaprovechaba nada".

4. Síndrome de Prader Willi

Una sección especial de Scotland Yard inició una búsqueda desesperada de un comedor masivo desaparecido hace quince días a instancias de la familia que temerosa de que su pequeño (es un decir) depredador gastronómico se entregue al asalto de las tiendas de alimentación o cualquier otro establecimiento que disponga de material comestible. La policía ha comenzado por colocar fotografías del joven en sitios estratégicos susceptibles de ser asaltados. Este que fue visto por última vez a la salida de la fábrica en la que trabaja o para ser más exactos, come. Ya que antes de darse a la fuga

discutió con el encargado de la factoría sobre el escaso tiempo asignado para comer el bocadillo a lo que este le respondió que para comer su bocadillo media hora es más que suficiente pero que claro si se come los bocadillos de sus compañeros de sección (150 en la de bobinados)es lógico que no le dé tiempo en la media hora reglamentaria y eso sin entrar en el comprensible enfado de sus compañeros al encontrarse sin el anhelado tentempié de las 11, lo que motivo el intento de linchamiento del que se libro hábilmente dándose a la fuga llevándose como rehenes los 12 emparedados del personal de Administración en lo que se interpreta como el desencadenante de la crisis alimentaria que padece el joven. El joven JUAN CHULETÓN que sufre el Síndrome Prader Willi, una extraña enfermedad que provoca un desaforado aumento del apetito e impide a quienes lo padecen dejar de comer por lo que tienen que estar estrechamente vigilados para que no coman sin cesar o lo que es peor que ante la ausencia de comida la emprendan consigo mismos y se coman sin remedio.”Queremos que vuelva a casa” ha declarado su madre sin poder contener las lagrimas “aquí por lo menos comerá cosas de confianza”. Preventivamente la policía distribuirá las fotos del interfecto por restaurantes, self-service (no tiene peligro este en un self-service), hamburgueserías, casas de comida, fondas, supermercados etc. En fin que le sea leve pero habrá que andar con cuidado de no tropezarse con él.

5. Fuera de lugar

Iraq 1991, durante la primera guerra del golfo, en medio de una tormenta de arena, una dotación de tanques americanos Abrams M1 se desplazan en persecución de parte de una división de la guardia republicana iraquí. De no ser por los modernos medios electrónicos de navegación del tanque, la tripulación ignoraría por completo donde se encuentran;, afortunadamente el tanque cuenta con un sistema de posicionamiento global que le indica en todo momento las coordenadas de su situación y con visores de infrarrojos y térmicos que le permiten ver en la oscuridad.

El artillero de uno de los tanques se dirige al oficial de la soberbia máquina.

-Señor, la tormenta arrecia y creo que nos hemos salido del orden de combate, no recibo la señal de nuestro GPS, los aparatos no responden y parece no haber nada ahí afuera.

Durante un tiempo indeterminado el vehículo de guerra está perdido como un boxeador de los pesos pesados, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados.

-Espere, ya la recibo de nuevo, pero parece haber un error he fijado el blanco asignado pero las coordenadas del GPS no corresponden con el desierto de Iraq sino que según el puto aparato nos encontramos en España en la provincia de Zamora, eso si en medio de una tormenta de arena y el radar indica la presencia de grandes maquinas

Zamora en el día de hoy, el ciudadano Domínguez se dirige en su vehículo al pueblo de Monfarracinos , lleva a su mujer que trabaja en un restaurante del pueblo; hacen el corto recorrido cuatro veces al día a horas diferentes según las necesidades del trabajo .

Bordeando la carretera hay naves industriales, talleres, granjas de ganados, chalets, fincas de regadío, campos inmensos de maíz ya casi maduro; cerca ya de Monfarracinos y fuera de los limites de Zamora se están realizando las obras de la autopista del Duero, y en ese tramo se pasa de un verde oscuro de los cultivos al amarillo de las arenas de las obras donde se levantan grandes polvaredas que por momentos impiden la visión y dando la impresión de que se haya uno perdido en el desierto.

-Parece que estamos atravesando una tormenta de arena en el desierto, le dice Domínguez a su mujer.

Y por momentos no se distingue a los gigantescos camiones que en un trasiego incesante llevan arena, piedras y tierra de un sitio a otro para acomodar la plataforma sobre la que ira la autopista.

Con un beso se despide Domínguez de su mujer a las puertas del restaurante.

-Luego me llamas para venir a recogerte.

Después de callejear por las estrechas calles del pueblo toma la comarcal 501 a unos escasos 3 Km. de las obras de la autopista del Duero Domínguez vuelve de dejar a su mujer en el restaurante y cuando atraviesa las polvorientas obras de la autopista un obrero con una señal de STOP en la mano lo detiene mientras cruza la calzada y pasa al lado de un enorme camión -50 toneladas de arena y acero semejando su vehículo un gato al lado de un toro - y se coloca delante de su coche, en el preciso instante en que el operario bajando la señal le da paso.

Domínguez acelera y pone enseguida la directa y enfila una recta de 3 Km. Percibe a lo lejos una mole que no identifica y que parece una de las maquinas de las obras.

-Artillero -señor lo que parece ser un carro de combate acelera y se dirige en trayectoria de colisión hacia nosotros.

-Sargento -dispare un obús de advertencia y si no se detiene destrúyalo, después comprobaremos las coordenadas pero asegúrese que no se trata de uno de los nuestros.

Domínguez enseguida se da cuenta de que un largo tubo sobresale del armatoste perversamente y según se aproxima ve con horror que se trata de un carro de combate, el tubo ahora resulta ser un largo cañón que estaba girando en su dirección y del que ve brotar un fogonazo.

Domínguez, aterrorizado al ver lo que está ocurriendo y percibir, el fogonazo del carro de combate instintivamente acelera con desesperación y esa maniobra consigue eludir el obús que cae con gran explosión unos 20 metros detrás de donde se encontraba justo antes de acelerar.

Por desgracia para Domínguez, el artillero del Abrams es un experto y ya ha corregido el tiro para disparar un segundo obús que este si impacta de lleno en el vehículo destruyéndolo por completo.

-Artillero –señor, objetivo alcanzado, pero me temo que no se trataba de un tanque de la guardia republicana sino de un vehículo civil.

En ese momento una nube de arena vuelve a cubrir la zona, el GPS deja de funcionar y el Abrams M1 desaparece del mismo modo en que apareció en Zamora, como si nunca hubiese existido; salvo por los humeantes restos del vehículo destruido.

Noticias de agencias.

Este mediodía un trágico suceso se ha producido en la carretera comarcal 510, a la altura de las obras de la autopista del Duero, de un modo sorprendente y sin que nadie consiga encontrar una explicación lógica, un carro de combate Abrams M1 se ha materializado sobre la calzada de la carretera comarcal 510 y sin motivo aparente y mientras avanzaba a gran velocidad a disparado en dos ocasiones sendos obuses sobre la marcha, fallando el primer disparo por poco. Pero alcanzando de lleno con el segundo, al vehículo conducido por Antonio Domínguez, vecino de Zamora que volvía de llevar a su mujer al trabajo y que prácticamente se ha fundido al ser el obús de uranio empobrecido, un material de desecho radioactivo y tóxico para perforar blindajes, blindaje que no poseía el vehículo del infortunado vecino de Zamora.

Instantes después y según el relato de los obreros de la autopista, lo mismo que se materializó ha desaparecido entre una nube de polvo y dejando como única muestra del suceso que les relatamos los escasos restos del vehículo destruido.

Permaneceremos atentos para informarles de cualquier novedad sobre este increíble y extrañísimo asunto.

6. Los Clowns Voladores

El otro día paseando por la parte antigua de Zamora encontré en una librería de viejo de la que soy cliente habitual un ejemplar antiguo de la revista LIFE del año 1967, en cuya portada se muestra una espectacular foto en blanco y negro -marca de la casa- que ilustra el reportaje sobre un desafortunado accidente ocurrido en un rascacielos de Nueva York durante la fiesta de su presentación al/del que nunca, nadie, halló una explicación.

Durante la inauguración de el gran edificio de 45 plantas, propiedad de la compañía aseguradora LIFE INSURANCE. Se celebra en la azotea desde la cual se observa una espectacular vista de la ciudad, un concierto al aire libre, al estilo del que años después imitarían muchos grupos musicales, como U2 o The Beatles, con un gran escenario sobre el que canta nada menos que Frank Sinatra, contratado para tan especial ocasión por la compañía de seguros propietaria del inmueble y que quiere literalmente echar la casa por la ventana. Es la presentación, ante el todo NY con La Voz en estado de gracia.

Participan en la fiesta, con ánimo de transmitir un aire cosmopolita al evento un numeroso tropel de artistas de variedades, comefuegos, equilibristas, bailarinas, y un largo etcétera de los mejores cómicos del momento como Le Cirque de la Lune, destacando entre todos tantos artistas, un grupo de payasos augustos. La espectacular y sorprendente troupe The Flying Clowns vestidos todos con unos trajes de raso azul eléctrico, con la gorguera de forma y color alechugada, calzados con unas babuchas doradas puntiagudas con la punta muy larga y enrollada y como remate un sombrerillo cónico rojo carmesí, dando como resultado un aspecto deslumbrante del grupo.

Los payasos animan con su presencia la magnífica gala de inauguración , y como broche final cuando está a punto de concluir la gala de Frank Sinatra todos cogidos de las manos forman en gran corro alrededor del escenario y danzan como si fuesen un derviche, todos unánimes pero al mismos tiempo cada uno a su ritmo interior ; se abren y se cierran como los pétalos de una flor acercándose al estrado y alejándose alternativamente creando un efecto hermosísimo sobre el bello y nocturno perfil de Manhattan en el que destaca sobre la noche como un ascua de luz y color el magnífico edificio de la compañía LIFE INSURANCE.

Giran a la izquierda, giran a la derecha todos a la vez cogidos por sus manos y poco a poco van expandiendo el círculo como se expande el universo hasta llegar prácticamente hasta el borde de la azotea donde desafían al vacío con la fuerza de estar todos unidos por las manos y sus años de experiencia como artistas.

El rascacielos con pequeños detalles sin rematar por las prisas de la compañía en inaugurarlo antes que otro de la competencia que también está a punto de ser terminado, a hecho algunas concesiones a la seguridad, para poder celebrar la apertura el 4 de julio día de la gran fiesta nacional de los Estados Unidos y entre esas pequeñas concesiones está por ejemplo que todo el perímetro de la azotea, no tiene ni balaustrada, ni malla de seguridad para evitar accidentes e impedir el lanzamiento de suicidas, como tienen casi todos los demás edificios, como el Empire State.

Los Clowns Voladores que -casualmente tienen un bonísimo seguro de todo riesgo con la propia compañía aseguradora que los ha contratado para el festejo- ignoran el peligro que pueden llegar a correr al actuar en la gala sin medidas de seguridad.

El sol esplendido y radiante ha calentado todo el día sobre la ciudad y ahora de noche es causa de que corra una ligera brisa, que a la altura del piso 45 es de 20 metros por segundo. En el momento culminante de su performance los Augustos Clowns bordean todo el perímetro de la terraza cogidos de las manos y proyectando sus cuerpos como una guirnalda azul eléctrico con ribete dorado en los pies y rojo en la cabeza, festoneando todo el borde de la azotea con los colores corporativos de la aseguradora y Frankie triunfando en el centro de la guirnalda interpreta con su mejor voz Fly Me To The Moon. Desde el aire, un helicóptero alquilado por LIFE para fotografiar y grabar el evento del año gira alrededor de la torre registrando unas imágenes espectaculares y un sonido con Manhattan como caja de resonancia de los coros de los payasos.

Inopinadamente y cuando los artistas azules se encuentran enardecidos por la emoción del espectáculo y con sus cuerpos colgantes sobre el vacío, uno de ellos o varios -nunca se llego a saber- se sueltan de las manos de sus compañeros y caen al vacío bordeando el recién estrenado inmueble, con todo el horror del mundo reflejado en sus inmaculadas caras blancas ante final que les espera abajo. Murieron todos.

A pesar de que se realizó una intensa investigación sobre las posibles causas del desgraciado accidente y se barajaron diversas hipótesis, como que si alguno de ellos tuviese las manos muy sudadas y perdiese el agarre con un compañero, o que alguno o algunos estuviesen bajo los efectos de alguna sustancia estupefaciente como alcohol o cocaína, o que el viento les hiciese perder el equilibrio o alguno sufriese un desvanecimiento.

Nunca se supo.

El caso se cerró sin ninguna conclusión y el asunto de Los Clowns Voladores quedo sumido en el misterio, del que ahora queda un testimonio gráfico en la foto -portada de LIFE y ganadora del Pulitzer - en la que desde el punto de vista del fotógrafo, Thomas Crown a bordo del helicóptero. Se observa en la derecha de la imagen la oscuridad en la que van cayendo los Clowns y se ve el miedo reflejado en los primeros plano de los rostros de los payasos que están más cerca de la cámara y se va diluyendo en los rostros de los que ya están cayendo al negro de la noche hasta la parada en el suelo ; en la parte izquierda de la foto se observa el estrado como una luminaria cegadora y a Frank en su mejor pose desgranando las ultimas notas de Fly Me To The Moon como postrer homenaje sin él saberlo a los ya desaparecidos clowns voladores. Tengo fija la vista en la portada de la revista de hace 40 años y no deja de sobrecogerme el horror que transmite la terrible imagen.

7. Una joven puertorriqueña

Una joven puertorriqueña pugna entre la vida y la muerte después de someterse a una operación de cirugía estética en la que surgieron complicaciones que han obligado a los cirujanos a cortarle las piernas para tratar de salvar su vida. Dhelmaliz Ríos Rivera, 26 años, casada, con dos hijas de 4 y 3 años, pretendía sorprender a su esposo arreglando su cuerpo que había quedado muy deteriorado después de dos partos prácticamente seguidos mediante una operación de cirugía estética.

Con esa secreta intención y acompañada de una amiga viajó a la República Dominicana y se le practicó una lipoescultura en el Centro Médico Bellas Artes tiene tela el nombre de la clínica.

En el transcurso de la operación se le extrajo grasa de la barriga y se le coloco en las piernas estratégicamente situadas. La operación parecía haber sido un éxito rotundo cuando héteme aquí que se produce un rechazo. La grasa invade la sangre de la paciente y le produce una embolia y una septicemia. Dos semanas después de la cirugía estética, los doctores del Hospital Regional de Manatí parece de coña el nombre del hospital, -busquen manatí en un diccionario -tomaron la decisión de amputar las piernas para tratar de detener la infección generalizada y no descartaban tener que amputarle igualmente las manos dado el estado casi terminal de la joven. De verdad a veces es mejor dejar las cosas como están porque el demonio cuando no tiene que hacer, con el rabo espanta las moscas.

8. Curandera mejicana mata a su hermana para después resucitarla

Una curandera mejicana mató a su hermana a machetazos durante la celebración de la fiesta de “La noche de los muertos”. El miércoles 1 de noviembre en un rancho del municipio del michoacano Benito Juárez. Los cinco hijos de la víctima con edades comprendidas entre uno y trece años presenciaron en primera línea la terrible muerte de su madre.

La infortunada víctima, Paula Padilla había acordado días antes con su hermana, Luz Divina, que esta le realizase una limpia de malos espíritus durante”La noche de los muertos” que tiene una especial significación en la cultura mejicana, para que su esposo, emigrante en los Estados Unidos, pudiera encontrar trabajo.

La curandera hizo que la víctima se tendiera desnuda en el suelo de la vivienda, al tiempo que colocaba a los niños alrededor de ella, tras mojar el cuerpo de su hermana con agua bendita, la curandera tomó un machete y la golpeo repetidas veces en el cráneo hasta matarla, sin que la mujer hiciera nada por defenderse tal era la fe en los poderes resucitadores de su hermana, sino que al contrario comenzó a rezar mientras le caían los machetazos. Murió desangrada delante de sus hijos sin que nunca pueda llegar a comprobar su resurrección.

9. Jon Ander

Luis María Osorio termino el servicio militar en Cádiz el 5 de mayo de 1966. Dos semanas después estaba en su puesto de trabajo de la fábrica de AAHH de Vizcaya en Ansio, en la periferia de Baracaldo población obrera de la margen izquierda de la ría del Nervión.

Los dos años pasados en Infantería de Marina, como cabo furriel destinado en un taller de mantenimiento de camiones, parecían una premonición de cuál iba a ser el destino de Luis María al acabar la mili, aunque él ansiaba a hallar un trabajo más satisfactorio. Pero al volver a Euskadi, no tardó en descubrir que no era tan fácil conseguir trabajo en una tierra rebosante de inmigrantes que se acogían a cualquier trabajo, con tal de salir adelante con sus familias. Aunque se le hacía cuesta arriba tener que volver al trabajo que había realizado antes de tener que servir a su patria –peón de taller–, después de dos semanas en el paro fue de mala gana a Altos Hornos a ver a su antiguo jefe de taller.

–Si quieres puedes volver a tu sitio, Luis Marí –aseveró su jefe.

– ¿Y el futuro?

–El acero que fundimos aquí es de los mejores del mundo y no va a dejar de haber demanda–le contestó Emilio el jefe de taller. Y prosiguió–: En realidad, la dirección se está preparando para un grandísimo aumento de la demanda del acero en los próximos veinte años así que aquí puedes tener trabajo hasta que te jubiles e incluso nos hará falta mucha gente que venga de fuera.

–Así que necesitarán poner todavía más personal –dijo Luis María desanimado.

–Eso es lo que queremos.

Luis María firmó el contrato, y después de unos días volvió a su antiguo puesto de trabajo. Como le recordaba con frecuencia su mujer, no hacía falta ser ingeniero para trabajar de peón de mantenimiento en Altos Hornos.

No tardó en conformarse con la rutina de su puesto de trabajo que. Sin embargo, no era ese tipo de trabajo, ni de futuro lo que planeaba para su hijo.

Jon Ander había cumplido casi tres años y aún no conocía a su padre, que lo había dejado dentro del vientre de su madre, preñada, para tratar de evitar que Luis María tuviera que ir a la mili, pero no les funciono el truco y tuvo que dedicar dos largos años a la patria, pero desde que volvió de la mili hizo todo lo posible por el chico y porque no tuviese que verse abocado al mismo negro futuro sin perspectivas de su padre, que por carecer de formación tenía que encarar el resto de su vida laboral como peón de taller en Altos Hornos.

Luis María estaba decidido a que Jon Ander no acabara trabajando en los talleres de Altos Hornos el resto de su vida. Hacía horas extras para ganar dinero a fin de que el chico pudiera recibir clases particulares de matemáticas, ciencias y francés. Sintió recompensados sus esfuerzos cuando el muchacho aprobó el examen de ingreso y consiguió una plaza en el colegio de los jesuitas. Su orgullo fue en aumento cuando aprobó los cinco cursos del primer nivel y dos años después, los dos cursos finales.

Luis María procuró disimular su disgusto cuando, el día que Jon Ander cumplió dieciocho años, y le pregunto – ¿qué carrera piensas estudiar ahora, hijo?

Y este, a su vez le anunció que no quería ir a la universidad, sino que…

–He presentado una solicitud para trabajar contigo en el taller en cuanto acabe el curso.

–Pero ¿por qué...?

– ¿Por qué no? Casi todos mis compañeros que acaban este curso ya han sido admitidos en Altos Hornos y están deseando empezar.

–Tú estás chalao.

–Vamos, aita. El sueldo es bueno y tú has demostrao que siempre puedes ganar más dinero haciendo horas extras. A mí no me importa currar duro.

– ¿Crees que me he pasao todos esos años procurando que tuvieras una enseñanza de primera para que acabaras como yo, de peón en el taller? –exclamó Luis María.

–Ese no es el único trabajo y tú lo sabes, aita.

–Para entrar allí tendrás que pasar por encima de mi cadáver. Me tiene sin cuidao lo que hagan tus amigos; a mí sólo me importas tú. Podrías ser abogao, contable, hasta profesor. ¿Por qué quieres acabar en Altos Hornos?

–Para empezar, está mejor pagao que dar clases. Mi profesor de francés me dijo una vez que ganaba menos que tú.

–Ese no es el tema, hijo...

–Aita, lo que no puedes esperar que me pase el resto de la vida haciendo un trabajo que no me gusta sólo para satisfacer tus sueños, solo porque tu no hayas podido estudiar.

–Mira, no estoy dispuesto a permitir que desaproveches el resto de tu vida –dijo Luis María, levantándose de la mesa del desayuno–. Lo primero que voy a hacer cuando llegue hoy al curro es ocuparme de que rechacen tu solicitud.

–Eso no es justo, aita. Tengo derecho a...

Pero su padre ya no estaba en la habitación y se marchó al trabajo sin volver a dirigirle la palabra.

Padre e hijo estuvieron una semana sin hablarse. Finalmente, la madre propuso una solución intermedia. Si Jon Ander conseguía un empleo que contara con la aprobación de su padre y trabajaba un año entero, podría luego, si quería, volver a solicitar el puesto en la fábrica de aceros. El padre, por su parte, ya no pondría ningún obstáculo en el camino de su hijo.

Luis María aceptó. Y Jon Ander también, aunque de mala gana.

–Pero sólo si trabajas el año entero –advirtió solemnemente Luis María.

Durante los últimos días de las vacaciones de verano, Luis María sometió varias propuestas a la consideración de Jon Ander, pero el chico no mostró el menor entusiasmo por ninguna de ellas. La madre de Jon Ander estaba bastante nerviosa pensando que al final se quedaría sin trabajo, pero una noche, en la cocina, mientras le ayudaba a pelar patatas para la cena, le confió que trabajar en un hotel le parecía la menos desagradable de todas las posibilidades que había considerado hasta el momento.

–Al menos tendrías un techo sobre la cabeza y comidas regulares aseguradas –comentó la madre.

–Apuesto a que no cocinarán tan bien como tú, ama –dijo Jon Ander echando las patatas partidas en la cazuela–. De todos modos, sólo será un año.

Durante el mes siguiente, Jon Ander acudió a varias entrevistas en diversos hoteles del país, sin éxito. Entonces su padre descubrió que el antiguo brigada de su compañía era jefe de botones del Ercilla, y empezó de inmediato a mover algunos hilos.

–Si el chico es bueno –le aseguró su antiguo compañero de armas mientras tomaba una cerveza– podría llegar a jefe de conserjes, e incluso a director de hotel.

Luis María parecía bastante satisfecho, aunque Jon Ander siguiese diciendo a sus amigos que empezaría a trabajar con ellos al cabo de un año.

El 1 de septiembre de 1982, Luis María y Jon Ander Osorio fueron juntos en autobús hasta la estación de Desierto Baracaldo. Luis María estrechó la mano del muchacho y le prometió:

–Tu madre y yo procuraremos que las Navidades de este año, cuando te den el primer permiso, sean unas Navidades especiales. Y no te preocupes. Con Barcina estarás en buenas manos. Te enseñará muchas cosas. Tú procura cumplir siempre como el mejor.

Jon Ander no dijo nada y, al subir al tren, se volvió a su padre y le dirigió una leve sonrisa.

–Nunca te arrepentirás... –fueron las últimas palabras que Jon Ander le oyó decir mientras el tren salía de la estación.

Jon Ander lo lamentó desde el mismo instante en que puso el pie en el hotel.

Como botones principiante, iniciaba la jornada a las seis de la mañana y acababa a las seis de la tarde. Tenía derecho a un descanso de quince minutos a media mañana, otro de cuarenta y cinco minutos para comer y otro de quince minutos hacia la mitad de la tarde. Cuando llevaba un mes trabajando, no podía recordar que le hubieran concedido los tres descansos ni un solo día, y no tardó en comprender que no podía reclamar a nadie. Sus obligaciones consistían en llevar los equipajes de los clientes a sus habitaciones cuando llegaban y bajarlos cuando se iban. Como en el hotel se alojaba una media de trescientas personas por noche, la tarea era interminable. El sueldo resultó ser la mitad de lo que conseguían llevar a casa sus amigos, y como tenía que entregar todas las propinas al jefe de botones, por muchas horas extras que hiciera, nunca veía un céntimo. La única vez que osó mencionárselo al jefe de botones, recibió esta respuesta:

–Ya te llegará tu hora, chaval.

A Jon Ander no le importaba que le quedara mal el uniforme, ni que su habitación no llegara a los cuatro metros cuadrados y diera a un patio interior sin ventilación. Hasta le tenía sin cuidado no recibir una parte de las propinas. Pero sí le preocupaba no poder hacer nada que complaciera al jefe de botones, por más que se esforzara.

El brigada Barcina, que en realidad consideraba el Ercilla como una prolongación de su antiguo regimiento, no tenía paciencia con los jóvenes a su mando que no habían cumplido el servicio nacional.

–Pero ¡si han quitao la mili! –Insistía Jon Ander–. –No des excusas, chaval.

–No es una excusa, Barci; es la verdad.

–Y no me llames Barci. Para ti soy «el brigada Barcina», y que no se te olvide.

–Sí, brigada Barcina.

Todos los días, al terminar su trabajo, Jon Ander volvía a su minúsculo cuarto, con su silla minúscula y su diminuta cómoda, y se derrumbaba exhausto en la cama minúscula. El único cuadro de la habitación estaba reproducido en el calendario de la BBK que colgaba sobre la cama. La fecha del 1 de septiembre de 1983 tenía un círculo rojo para recordarle cuándo volvería a casa y podría empezar a trabajar en la fábrica con sus amigos. Todas las noches, antes de dormirse, tachaba el día humillante, como el preso que hace marcas en la pared.

En Navidad, Jon Ander fue cuatro días a casa, y cuando su madre vio el estado general del muchacho intentó convencer al padre para que le permitiera dejar el hotel, pero Luis María se mantuvo inflexible.

–Hicimos un trato. No puedo contar con que le den un trabajo en la fábrica si no es lo bastante responsable como para saber cumplir con su parte de un acuerdo.

En las breves vacaciones, Jon Ander esperaba a sus amigos a la puerta de la fábrica y escuchaba luego sus historias de los fines de semana que pasaban viendo los partidos del Athletic de Bilbao, bebiendo en el bar o bailando en la discoteca. Todos comprendían su problema y deseaban que llegara septiembre para que empezara a trabajar con ellos.

–Ya quedan pocos meses –le recordó animosamente uno de ellos.

Antes de que pudiera darse cuenta, Jon Ander estaba de nuevo en su trabajo de Bilbao, donde siguió transportando maletas de mala gana por los pasillos del hotel, un mes detrás de otro.

Cuando amainó el sirimiri, empezó el flujo habitual de turistas de todas partes. A Jon Ander le gustaban los americanos, que le trataban como a un igual y le daban propinas cojonudas por el mismo servicio que otros clientes hubieran retribuido con la mitad. Claro que, recibiera la propina que recibiera, el brigada Barcina persistía en quitárselas con el inevitable: -Ya te llegará tu hora, chaval-.

Uno de aquellos americanos, al que Jon Ander atendió diligentemente corriendo de un lado a otro durante su estancia de quince días, le entregó al muchacho un billete de mil pesetas al despedirse en la puerta principal de hotel.

–Gracias, señor –le dijo Jon Ander, echando una ojeada para comprobar si el brigada Barcina andaba por allí.

–Suéltalo –le dijo Barcina, en cuanto el cliente americano ya no podía oírle.

–Precisamente andaba buscándole para dárselo –le dijo Jon Ander, entregando el billete a su superior.

–No estarías pensando quedarte lo que me pertenece legítimamente, ¿verdad?

–No, claro que no. Aunque bien sabe Dios que me lo gané.

–Ya te llegará tu hora, chaval –concluyó el brigada Barcina sin pensarlo mucho.

–No me llegará mientras esté mandando alguien tan listo como usted –repuso Jon Ander con aspereza.

– ¿Qué has dicho? –preguntó el jefe de botones, volviéndose.

–Ya me ha oído, Barci.

La bofetada en el oído pilló a Jon Ander por sorpresa.

–Mira, chaval, acabas de quedarte sin trabajo. Nadie, lo que se dice nadie, me habla así, ¿te enteras? –dijo el brigada Barcina, se volvió y se dirigió al despacho del director.

El director del hotel, Antonio Fernández, escuchó la versión de los hechos del jefe de botones y llamó inmediatamente a Jon Ander a su despacho.

–Comprenderás que no me dejas más elección que despedirte –fueron sus primeras palabras en cuanto la puerta se cerró.

Jon Ander alzó la vista hacia aquel individuo alto y elegante, con su chaqueta negra larga, el cuello blanco y la corbata negra.

– ¿Puedo explicarle lo que ocurrió realmente, señor? –preguntó.

El director Antonio Fernández permitió, y luego escuchó sin interrumpir la versión de Jon Ander de lo ocurrido aquella mañana. Le contó también el acuerdo al que había llegado con su padre.

–Por favor, permítame seguir trabajando las diez últimas semanas –concluyó Jon Ander– o mi padre dirá que no he cumplido mi parte del acuerdo.

–No tengo ningún otro puesto vacante en este momento –alegó el director–. A no ser que estés dispuesto a pasarte diez semanas pelando patatas.

–Haré lo que sea.

–Entonces, preséntate en la cocina mañana por la mañana a las seis. Le diré al tercer cocinero que irás. Pero si el jefe de botones te parece un sargento, espera a conocer a Evilio, nuestro Jefe de Cocina. Te aseguro que él no te dará un cachete en la oreja; te la cortará.

A Jon Ander le daba igual. Estaba seguro de que durante diez semanas podría aguantar lo que fuera, y a la mañana siguiente a las cinco y media había cambiado su uniforme azul oscuro por una chaqueta blanca y unos pantalones de cuadros azules y blancos, y se presentó a cumplir con sus nuevas obligaciones. Le sorprendió que la cocina ocupara casi todo el sótano del hotel y que allí la actividad fuera mayor aún que en el vestíbulo.

El tercer cocinero le colocó en un rincón de la cocina, junto a una montaña de patatas, un cuenco de agua caliente y un cuchillo afilado. Jon Ander peló hasta la hora del desayuno, de la comida y de la cena,

y se quedó dormido nada más echarse en la cama, sin fuerzas ni para tachar el día en el calendario.

Durante la primera semana ni siquiera vio al legendario Evilio Llorente. Como trabajaban en la cocina sesenta personas, Jon Ander confiaba en que podría pasar completamente desapercibido.

Todos los días empezaba a pelar a las seis, y luego entregaba las patatas a un joven llamado Julio que las partía o las cortaba, a su vez, según las instrucciones del tercer cocinero, para el plato del día. El lunes, salteadas; el martes, en puré; el miércoles, fritas; el jueves, en rodajas; el viernes, asadas; el sábado, para croquetas... Jon Ander no tardó en alcanzar un ritmo diario, y llevaba siempre una buena ventaja a Julio, así que no había ningún problema.

Después de ver a Julio hacer su trabajo durante una semana, Jon Ander estaba seguro de que podría enseñar al joven aprendiz a aligerar su carga facilísimamente, pero decidió mantener la boca cerrada; abrirla sólo podía crearle problemas, y estaba seguro de que el director no le daría una segunda oportunidad.

Pronto descubrió que Julio se atrasaba siempre muchísimo en el guiso de carne con patatas del martes y en el estofado del jueves. De vez en cuando, el tercer cocinero se acercaba a protestar y echaba una ojeada al trabajo de Jon Ander para comprobar si era él quien ocasionaba el retraso. Jon Ander procuraba tener siempre al lado un cubo de repuesto de patatas peladas para evitar las críticas.

El primer jueves de agosto por la mañana -tocaba estofado-, Julio se cortó un dedo, el índice. La sangre salpicó todas las patatas cortadas y la mesa de madera, y el chico se puso a gritar histérico.

–¡Llévenselo de aquí! –gritó el Jefe de Cocina por encima del estruendo general.

–Y tú –dijo, señalando a Jon Ander–, limpia todo esto y ponte a cortar las patatas que faltan. Hay todavía doscientos clientes hambrientos esperando.

– ¿Yo? –Preguntó Jon Ander, incrédulo–. Es que...

–Sí, tú. No podrías hacerlo peor que ese idiota que se dice aprendiz de cocinero y se corta un dedo.

Y acto seguido desapareció. Jon Ander se acercó de mala gana a la mesa de trabajo de Julio. No estaba dispuesto a discutir mientras el calendario siguiera allí para recordarle que le faltaban solamente veinticinco días.

Jon Ander se puso manos a la obra; lo había hecho muchas veces para su madre. Daba cortes limpios y precisos con una habilidad que Julio no habría ni soñado. Al final del día, aunque agotado, no se sentía tan cansado como siempre.

Aquella noche a las once, el Jefe de Cocina lanzó su gorro y cruzó con torpeza las puertas de batientes; era la señal de que todos los demás podían irse también en cuanto ordenaran lo que les correspondiera. A los pocos segundos, volvió a abrirse la puerta y apareció el jefe de cocina. Se quedó mirando alrededor mientras todos esperaban a ver lo que hacía. En cuanto dio con lo que estaba buscando, se dirigió directamente a Jon Ander.

-Joder –se dijo Jon Ander- me va a matar.

– ¿Cómo te llamas? –requirió.

–Jon Ander Osorio, señor –consiguió balbucear Jon Ander.

–Con las patatas se desperdicia tu habilidad, Jon Ander Osorio –dijo el chef–. Empieza con las verduras por la mañana. Preséntate a las siete. Si el retrasao ese del medio dedo vuelve alguna vez, que se ponga a pelar patatas.

Y, dicho esto, giró sobre sus talones y se fue sin dar tiempo a Jon Ander a replicar.

Le aterraba la idea de tener que pasar tres semanas en medio de aquella cocina, siempre bajo la atenta mirada del Jefe de Cocina, pero llegó a la conclusión de que no tenía alternativa.

A la mañana siguiente, Jon Ander se presentó a las seis por miedo a llegar tarde y se pasó una hora viendo descargar las verduras frescas traídas directamente por el jefe de compras del hotel, de Mercabilbao. El encargado de suministros del hotel comprobó meticulosamente todas las cajas y devolvió algunas antes de firmar un comprobante de que el hotel había recibido más de 300 kg de hortalizas. La media diaria, según le dijo a Jon Ander.

El Jefe de Cocina llegó unos minutos antes de las siete y media, comprobó los menús y mandó a Jon Ander limpiar las coles de Bruselas, recortar las judías verdes y quitar las hojas externas y duras de los repollos.

–Pero no sé cómo se hace –le dijo Jon Ander con sinceridad.

Se daba cuenta de que los otros aprendices se iban distanciando poco a poco de él.

–Pues yo te enseñaré –rezongó el jefe de cocina–. Quizá lo único que debas aprender es que si quieres ser un buen chef has de saber hacer todos los trabajos de la cocina, incluso pelar patatas.

–Pero yo quiero ser... –empezó a decir Jon Ander, pero lo pensó mejor.

El jefe de cocina parecía no haberle oído. Se sentó a su lado. Todos se quedaron mirando cómo le explicaba las nociones básicas de cortar y partir.

–Y recuerda el dedo del otro idiota –le dijo, completando la lección y pasándole un cuchillo afiladísimo–. El tuyo puede ser el siguiente.

Jon Ander empezó a cortar las zanahorias con cautela, luego las coles de Bruselas, quitando las hojas externas y haciendo una profunda cruz en el tallo. Luego se puso a recortar y partir las judías. De nuevo le resultó bastante fácil adelantarse a los pedidos del chef.

Al acabar el día, cuando el cocinero jefe se fue, Jon Ander se quedó a afilar todos los cuchillos para la mañana siguiente, y dejó su zona de trabajo impecable.

Al sexto día, tras un lacónico cabeceo del chef, Jon Ander comprendió que debía de estar haciéndolo casi bien. Al sábado siguiente, creía dominar ya lo elemental de la preparación de las verduras, y descubrió que cada vez le fascinaba más el trabajo de cocinero. Aunque Evilio rara vez se dirigía a alguien cuando recorría la inmensa cocina, excepto para lanzar un gruñido de aprobación o desaprobación (con más frecuencia lo último), Jon Ander aprendió rápidamente a adelantarse a sus necesidades. En un breve espacio de tiempo, empezó a sentirse parte del equipo, aunque sabía muy bien que era un aprendiz novato.

A la semana siguiente, el día libre del ayudante del chef, permitieron a Jon Ander disponer las verduras preparadas para servirlas, y él dedicó bastante tiempo a dar a los platos un aspecto atractivo además de comestible. El chef no sólo se fijó en ello sino que llegó incluso a musitar su máximo elogio: Bien.

Durante sus tres últimas semanas en el Ercilla, Jon Ander ni siquiera miró el calendario de la cabecera de su cama.

Un jueves por la mañana, el director mandó recado a Jon Ander de que se presentara en su despacho en cuanto pudiera. Jon Ander había olvidado completamente que era 31 de agosto, su último día. Cortó en cuartos diez limones, y acabó de preparar los cuarenta platos de salmón ahumado en lonchas finas que completarían el primer servicio de un banquete de boda. Contempló su obra con orgullo, y luego se quitó el delantal y lo dobló, disponiéndose a ir a recoger sus papeles y la liquidación final.

– ¿Dónde vas tú? –le preguntó el chef alzando la vista.

–Me marcho –dijo Jon Ander–. Vuelvo a Baracaldo.

–Hasta el lunes, entonces. Te mereces el descanso.

–No; me voy a casa definitivamente.

El chef dejó de revisar las tajadas de carne de vacuno poco hecha que constituían el segundo plato del banquete nupcial.

– ¿Cómo? –dijo, como si no entendiera.

–Sí. He acabado mi año aquí y ahora vuelvo a casa a trabajar.

–Espero que encuentres un hotel de primera clase –dijo el chef con sinceridad.

–No voy a trabajar en un hotel.

– ¿En un restaurante, quizá?

–No, voy a conseguir un trabajo en Altos Hornos.

El chef parecía perplejo, como si no entendiera si se debía a su acento navarro o a que el chico se estaba burlando de él.

– ¿Cómo que en... Altos Hornos?

–En el taller de mantenimiento.

– ¿Haciendo qué…?

–De peón de mantenimiento, haciendo lo que me manden.

– ¿Lo que te manden? –preguntó el chef incrédulo.

–Sí. –Jon Ander se echó a reír–. Y sábados y domingos libres.

El chef seguía confuso.

– ¿Así que cocinarás para los obreros del taller de mantenimiento…?

–No. Como le he explicado, voy de peón a lo que me mande hacer, lo que sea –dijo Jon Ander lentamente, pronunciando con claridad todas la palabras.

–Eso no es posible.

–Oh, claro que lo es. Y he esperado todo un año para demostrarlo.

–Si yo te ofreciera trabajo como ayudante de cocina, ¿cambiarías de idea? –le preguntó quedamente.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

–Porque tienes talento en esos dedos. Creo que con el tiempo serías un buen cocinero, hasta puede que un buen chef.

–No, gracias. Me vuelvo a Baracaldo con mis amigos.

El cocinero jefe se encogió de hombros.

– Tanto peor–dijo, y volvió sin más a la carne. Echó un vistazo a los platos de salmón ahumado–. Un talento desperdiciado –añadió, cuando la puerta de batientes se cerró tras su posible protegido.

Jon Ander cerró su habitación con llave, tiró el calendario a la papelera y regresó al hotel para devolver a la encargada de lencería su ropa de cocina. Finalmente, entregó la llave de su habitación al encargado.

–El sobre de su salario, las tarjetas y el finiquito. -Ah, el jefe de cocina ha telefoneado para decir que le gustaría darle referencias –dijo el encargado–. Eso no ocurre todos los días, la verdad.

–Donde yo voy no necesito referencias. Pero gracias, de todos modos.

Se encaminó a buen paso a la estación, con el desgastado maletín balanceándose a su lado, y descubrió que cada paso era más largo. Cuando llegó a la estación, se dirigió al andén y se puso a caminar arriba y abajo, mirando de vez en cuando el gran reloj del vestíbulo de taquillas. Vio salir primero un tren hacia Baracaldo y luego otro. Se dio cuenta de que la estación empezaba a quedarse a oscuras al filtrarse las sombras por la marquesina de cristal en la sala de espera. De pronto, dio la vuelta y salió de allí más de prisa aún de lo que había llegado. Si se apresuraba, todavía llegaría a tiempo de ayudar al cocinero jefe a preparar la cena de aquella noche.

Jon Ander aprendió a las órdenes de Evilio Llorente durante cinco años. Pasó de las verduras a las salsas, del pescado a la caza, de las carnes a la repostería. Al cabo de ocho años en el Ercilla, era segundo chef y había aprendido tanto de su preceptor, que los clientes habituales ya no podían determinar cuándo era el día libre del Jefe de Cocina. Unos dos años más tarde, Jon Ander era maestro cocinero; y cuando en 1995 a Evilio le ofrecieron hacerse cargo de las cocinas del

Gran Hotel Madrid de próxima inauguración, aceptó con la única condición de que le acompañara Jon Ander.

–Está en dirección contraria de Baracaldo –le advirtió Evilio–. De todas formas, seguro que te ofrecen mi puesto en el Ercilla.

–Creo que tendré que ir, porque si no esos madrileños no llegarán a disfrutar nunca de una comida decente.

–Esos madrileños –dijo Evilio– descubrirán siempre cuándo es mi día libre.

–Sí, y vendrán más –replicó Jon Ander riéndose.

Muy pronto los madrileños acudían en masa al Gran Hotel Madrid, no a reposar sus cansadas cabezas, sino a degustar los platos preparados por el equipo de los dos cocineros.

Cuando Evilio celebró su sesenta y cinco aniversario, el Gran Hotel Madrid no tuvo que buscar mucho para nombrarle sucesor.

–El primer Baracaldés que es Jefe de Cocina en el Gran Hotel Madrid –comentó Evilio, alzando la copa de champan, en su banquete de despedida–. ¿Quién iba a pensarlo? Pero para conservar el puesto tendrás que cambiar tu nombre por el de Raúl.

–No ocurrirá nunca ni lo uno ni lo otro –contestó Jon Ander.

–Desde luego que sí, porque te he recomendado yo.

–Entonces renunciaré.

– ¿Para irte de peón de mantenimiento a los Altos Hornos? –preguntó Evilio, sarcástico.

–No, es que he encontrado un pequeño restaurante en la margen izquierda. Con mis ahorros no podré permitirme el alquiler, pero con tu ayuda...

El 11 de septiembre de 2001, se inauguró Casa Evilio, en Baracaldo corazón de la margen izquierda de la ría del Nervión.

La fama de Jon Ander aumentó cuando los dos cocineros sentaron las bases de la nueva cocina baracaldesa. Al poco tiempo, sólo las estrellas de cine y los ministros del Gobierno podían conseguir mesa en el restaurante con menos de tres meses de antelación.

El día que Michelin concedió a Casa Evilio la tercera estrella, Jon Ander, con la bendición de Evilio, decidió abrir otro restaurante. La prensa y los clientes discutían sobre cuál de los dos locales era mejor. Las hojas de reservas indicaban claramente que para el público no había diferencia.

Cuando en octubre de 2006 murió Evilio, un crítico del ramo escribió que seguramente bajaría el nivel. Un año más tarde, el mismo periodista hubo de admitir, que uno de los cinco mejores cocineros del mundo, era de una población desconocida de la margen izquierda de la ría. Antaño poblada de fábricas, cuyo nombre ni siquiera podían pronunciar, llamada San Vicente de Baracaldo

A lo largo de los años, Jon Ander había ido regularmente a ver a sus padres a Baracaldo. Aunque hacía mucho que su padre se había jubilado, Jon Ander nunca consiguió que fueran a Madrid a probar su cocina

–No necesitamos ir a Madrid –dijo su madre mientras ponía la mesa–. Siempre que vienes a casa cocinas para nosotros, y estamos al tanto de tus éxitos por los periódicos. Además, tu padre no se encuentra nada bien últimamente.

– ¿Cómo llamas a esto, hijo? –preguntó su padre unos minutos después, cuando le puso delante noisette de cordero con guarnición de zanahorias tiernas.

–Nueva Cocina.

– ¿Y la gente paga por eso?

Jon Ander se echó a reír, y al día siguiente preparó zancarrón de vaca, largamente estofado con cebollas y txakolí de Sopuerta el plato preferido de su padre.

–Esto es una comida de verdad –dijo Luis María después de la tercera ración–. Te diré una cosa sin cobrarte nada, muchacho. Cocinas casi tan bien como tu madre.

Un año después, Michelin hizo público el nombre de los restaurantes de todo el mundo que habían sido galardonados con su codiciada tercera estrella. The Times comunicó a sus lectores en primera plana

que Casa Evilio era el primer restaurante baracaldés al que se concedía ese honor.

Para celebrarlo, los padres de Jon Ander aceptaron por fin la invitación de Jon Ander en el que les decía que estaba reconsiderando volver a pedir trabajo en Altos Hornos, si no acudían a celebrarlo con él. Aquella noche reservó a su nombre la mejor mesa de Casa Evilio.

Bajo los efectos del vino más fino, Luis María no tardó en romper a cotorrear, encantado, con todo el que le escuchaba, y no pudo resistir la tentación de decirle al camarero jefe que su hijo era el dueño del restaurante.

–No seas tonto, Luis María –le dijo su esposa–. Él ya lo sabe.

–Una pareja agradable, sus padres –comentó el jefe de camareros a Jon Ander, después de servirles café y dar un puro a Luis María –. ¿A qué se dedicaba su padre antes de jubilarse? ¿Banquero, abogado, profesor?

–Oh no, nada de eso –dijo tranquilamente Jon Ander–. Se pasó toda su vida laboral de peón de mantenimiento.

–Pero ¿por qué malgastó el tiempo haciendo eso? –preguntó el camarero, incrédulo.

–Porque no tuvo la suerte de tener un padre como el mío –repuso Jon Ander.

10. El ángel de la guardaña.

Edson Izidoro Guimarães enfermero de noche del Hospital del Perpetuo Socorro de Rio de Janeiro ha sido detenido por la policía tras una investigación solicitada por la dirección del hospital ante el alarmante número de fallecimientos que se producían durante los turnos de trabajo del bueno de Edson. A saber, dos muertos diarios de media, con picos de hasta ocho muertos, los días que se aplicaba a la faena con más dedicación porque andaba escaso de fondos.

Este buen muchacho de 42 años pacifico y de apariencia inofensiva ha reconocido ya cinco muertes provocadas por él en su departamento pero la policía le considera sospechoso de 145 o incluso más. Porque, salvo que él confiese, va a ser difícil averiguar cuánto tiempo llevaba este benefactor de las funerarias cumpliendo con su labor de misionero.

Se sospecha que tras la aparente caridad alegada por Edson quién declaro que los pacientes le rogaron que los dejase morir porque querían dejar de sufrir , se ocultan las mafias funerarias de Rio que casi le encargaban los fiambres en función del poderío económico del pre-fallecido naturalmente ," lo hice por caridad aplique inyecciones letales, con 10 mililitros de potasio, a otros pacientes les retire directamente la mascarilla de oxigeno, mi única intención era evitar la angustia de los enfermos y sus familias, que me producía un gran dolor verlos así".

El angelito ha declarado sin embargo que el pago que recibía de las funerarias oscilaba entre los 80 Reales (7.500 pta.) por avisar de una muerte natural y los 100 Reales (10.000 pta.) por personas fallecidas en accidentes de tráfico o de cualquier otro tipo

El enfermero no podía por menos que facilitar el trabajo de las funerarias dando un empujoncito al más allá, a todos los accidentados que caían en sus manos. Que confundían la sonrisa que invadía su cara y las expresiones que musitaba "otros 100 ", "otros 100" "unos pocos más y podre dejar la favela", como un gesto amable por parte del profesional, cuando en realidad encubrían un interés bien diferente.

Declaró sentirse arrepentido por haber ayudado a morir a cinco de las personas, las únicas que admite haber matado (ayudado a morir)

como bálsamo sociológico, pero en realidad su autentico pesar es por haber perdido tan suculenta fuente de ingresos.

El secretario de Salud Pública del Ayuntamiento, Ronaldo Gazzola ha dicho "no sabemos si estamos ante un demente, un loco psicópata, o frente al peor asesino en serie que se haya conocido en Rio, o lo que es peor un macabro comerciante, un free-lance de la eutanasia por encargo de las empresas funerarias.

-Ring, Ring. Tanatorio de la funeraria La Soledad.......

-Buenas noches soy Edson, una persona se ha caído en la calle y se ha producido un esguince pero han surgido complicaciones y acaba de fallecer envíen un servicio mortuorio EXTRA.

-Ring, ring.....funeraria El Largo Adiós.....

-Soy Edson un hombre con quemaduras solares ha ingresado esta tarde pero ha sufrido complicaciones y acaba de morir de septicemia envíen un servicio PREMIUM.

-Ring, Ring......funeraria El Túnel Sin Fin de Ipanema..........

-Soy Edson, un vagabundo acaba de morir de insuficiencia respiratoria envíen un servicio ESTÁNDAR.

Así noche tras noche el bueno de Edson a veces por caridad cristiana, y otras por ver de engrosar su cuenta en el banco SANTO SPIRITO hace su particular selección natural de la especie.

"Es justo que me detengan ahora, es el momento indicado, no quería seguir haciendo esto, porque le estaba cogiendo gusto y lo mismo empiezo a salir por la noche a provocar accidentes para llegar bien a fin de mes".

Con Edson fuera de la circulación la ciudadanía respira tranquila. En otro orden de cosas vemos a un representante de las funerarias cuando cena en el mejor restaurante de Rio con otro enfermero del hospital para sustituir cuanto antes al bueno de Edson.

11. Adaptación al medio

Handía era un brillante químico, dominado por una obsesión: la creencia de que podía verse abandonado en situaciones adversas y valerse por sí mismo con los recursos del medio. Había estudiado, las técnicas de supervivencia en las condiciones más difíciles y primitivas.

-No estoy dispuesto a morir sin luchar -añadió, en tono firme -. Si naufragamos, sabré cómo arreglármelas.

Ninguno de nosotros esperaba naufragar, y, en el peor de los casos, una nave de rescate no tardaría más de dos años en recogernos, pero Handía no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

Consiguió una ballesta con flechas y aprendió a encender fuego frotando dos trozos de madera.

-Todo el mundo debería de seguir un cursillo de supervivencia antes de enfrentarse con un trabajo como éste -dijo -. No trato de establecer un precedente, sino de apuntar un dedo acusador contra la autoridad: los cursillos de supervivencia deberían ser obligatorios. Si la base fuera destruida y necesitáramos comida y fuego...

Cuando llegamos a Venerupis, me hubiera gustado ver a Handía tratando de encender fuego. La anterior expedición nos había advertido de las condiciones que íbamos a encontrar, y planteó la discusión de si el planeta era una bola de polvo, o todo lo contrario: -era todo lo contrario-. Handía hubiera necesitado una tienda impermeable para encender su fuego. Y en cuanto a materiales secos...

A pesar de los informes y de las fotografías de primera mano. Venerupis fue una sorpresa para nosotros. Nos habían preparado para la humedad, los insectos, los gérmenes, las tormentas casi diarias, pero no para el escenario real.

Por suerte, la anterior expedición había comprobado las condiciones de la llanura en la cual habíamos aterrizado, de modo que pudimos empezar a establecer la base. Nos colocamos las mascarillas y nos aventuramos bajo el implacable diluvio.

Me parecía increíble que una base operacional que incluía un campamento de chozas, laboratorios en miniatura, tres dormitorios con sus correspondientes camastros y pasillos de comunicación, pudiera ser almacenada en un compartimiento poco mayor que una caja de sombreros, pero los magos de la ciencia lo habían conseguido. Lo único que había que hacer era hinchar todos los elementos, los cuales, al alcanzar el tamaño adecuado, se endurecían en dieciocho minutos. Transportar aquellos elementos resultó bastante fácil, pero anclarlos ya fue otro asunto.

Sobre la llanura había una capa de metro y medio de lianas que tenían que ser arrancadas, y debajo de las lianas medio metro de agua. Después del agua aparecieron treinta centímetros de detritus vegetales, y antes de llegar al suelo de roca tuvimos que extraer otra capa de un metro de lodo y tierra.

La base tenía que ser anclada, y las tiendas, a pesar de que eran sorprendentemente fuertes, parecían ligeras como plumas ante la fuerza del temporal y teníamos la impresión que iban a echar a volar de un momento a otro.

Chapoteamos a través del diluvio, con el equipo atado a nuestros pechos, tropezando con las malditas lianas como un grupo de cómicos en una antigua película muda. El trabajo nos llevó casi diez horas y nos dejó físicamente extenuados. Hacía un calor insoportable, el sudor mezclado con la lluvia corría a raudales por nuestros rostros, y, bajo la opresión de las mascarillas, experimentábamos la sensación de que nos hervían al vapor.

Fue un verdadero alivio entrar en las tiendas cuando por fin quedaron ancladas y librarse del insoportable calor. Alguien había puesto en marcha los acondicionadores de aire y resultaba delicioso poder respirar.

Sin embargo, las tiendas carecían de una cosa: de eliminadores de ruidos. No había modo de librarse del continuo repiqueteo de la lluvia, un repiqueteo cada vez más obsesionante.

Cuando nos recobramos un poco dirigimos una primera ojeada al planeta y, como ya he dicho, no estábamos preparados para lo que vimos. Sabíamos que en Venerupis no había árboles, y sí unos arbustos en forma de hongos que a veces alcanzaban una altura de veinte metros. Sabíamos que había lianas, pero aquello... La vegetación no era verde, ni siquiera de un verde pálido: era blanquecina, con grandes zonas negras como si se hubiera prendido fuego recientemente; cosas imposibles dadas las condiciones climatológicas.

Venerupis parecía un gigantesco campo de setas que crecían en medio de una maraña de interminables filamentos blancos.

El cielo también era bastante peculiar. En la Tierra, cuando llueve, suele estar oscuro, pero allí era blanquecino, brillante, como si el sol no consiguiera disipar las nubes y quemara a través de ellas.

Más tarde descubrimos que la penetración ultravioleta era extraordinaria, y la mayoría de nosotros sufrimos graves quemaduras a pesar de que la lluvia caía constantemente sobre nuestros rostros.

Beltz explicó lo blanquecino de la vegetación en un largo discurso acerca de los anillos celulares y de la clorofila, discurso que no llegué a comprender del todo.

Addar le superó más tarde cuando habló del extraño aspecto del cielo. La única palabra que comprendí fue –refracción-.

Personalmente experimenté una sola reacción, y fue de tipo emotivo: el lugar me asustaba.

Lentamente nos fuimos adaptando a la situación. A mí me correspondió el pesado trabajo de descargar los suministros.

Unos meses antes de nuestra salida de la Tierra habían sido colocados en órbita alrededor de Venerupis seis cargueros modulares. Hacerlos descender por radio-control y acercarlos a la base lo suficiente para que fueran accesibles no es un trabajo que pueda recomendarse para temperamentos nerviosos.

Una vez estaban en la atmósfera, la cosa no resultaba demasiado difícil, ya que los estabilizadores entraban en funciones, pero de todos modos me veía obligado a vigilar los mandos con un ojo y los indicadores del nivel de combustible con el otro. Después de un viaje de veintiséis millones de km la provisión de combustible era muy limitada. En resumidas cuentas, perdí casi dos kilos en sudor nervioso antes de que la tarea estuviera terminada.

Inmediatamente después empezó el trabajo de delinear mapas. Podíamos explorar todo el planeta por medio del radar y, cuando era necesario, fotografiar cualquier zona por medio de cámaras teledirigidas.

Era un trabajo que al principio resultó interesante, pero no tardó en hacerse aburrido, ya que el paisaje de Venerupis era bastante monótono. Había dos grandes continentes, innumerables islas de todos los tamaños y amplias zonas de océano de aspecto fangoso, cubiertas siempre por una espesa niebla.

Sin embargo, Beltz, nuestro biólogo, se hallaba en su elemento y hacía continuamente nuevos descubrimientos que era incapaz de guardarse.

-Sucede algo muy curioso. Todo lo que he examinado hasta ahora en este planeta es ciego, lo mismo los insectos que la vida orgánica.

-Entonces ¿cómo se mueven? -preguntó alguien.

-¡Ah! Ese es otro factor interesante. Todo lo viviente emite un zumbido ultrasónico, inaudible para el oído humano, cuyos ecos utilizan las formas vivientes para determinar su posición, tal como hacen los murciélagos, por ejemplo.

Medité en el problema. La Naturaleza podía haber tropezado con dificultades para desarrollar un órgano de la vista en el planeta. Todos nosotros nos habíamos visto obligados a utilizar gafas polarizadas al cabo de unas horas de nuestra llegada a Venerupis, e incluso así nuestra visión se había visto desagradablemente afectada durante unas horas más.

Fue también Beltz el que sembró las primeras confusiones en nuestras mentes.

-Sucede algo muy raro aquí -dijo -. Las apariencias exteriores sugieren una Tierra en decadencia. Y la Tierra es más antigua que Venerupis, aunque no mucho más antigua.

Arri, el geólogo, asintió rápidamente.

-Parece como si tuviera un centenar de millones de años, pero yo diría que tiene diez, millón más, millón menos.

-Y, sin embargo, sólo existen dos formas de vida orgánica. Esto no tiene sentido. Biológicamente, algo tendría que haber evolucionado, algo con un principio de inteligencia.

-Me gustaría -intervino Larrén -hacer una pregunta acerca de la edad del planeta.

-Estamos hablando en términos de desarrollo, en términos de vida, si lo prefiere -Arri estaba decidido a no dejarse arrastrar a una discusión -. Astronómicamente, desde luego.

-Dejemos esto -dijo Beltz -. Antes de llegar a una conclusión tenemos que estudiar a fondo los elementos que poseemos.

Y, por el momento, quedó zanjada la cuestión.

La vida en la base continuó. Todo el mundo estaba muy ocupado, pero a mí me quedaba tiempo para observar y para pensar.

Tal como Beltz había observado, en Venerupis había solamente dos formas de vida orgánica. La primera era el Zorky. Se coge un cerdo, se le pinta de un color marfil, se le extirpan los ojos y se le añaden unos enormes pies en forma de remos... y ya está. Olía muy mal, como a descomposición y se pasaba la mayor parte del tiempo con el hocico enterrado debajo de las lianas. Beltz dijo que se alimentaba de materia vegetal podrida, quizás de su dieta derivaba su mal olor.

El saltarín era menos complicado aún y, como su nombre indica, se desplazaba dando pequeños saltos. Del tamaño de un balón de

rugby y de color nacarado, parecía idealmente adecuado al medio. Flotaba, y mediante una rápida contracción y expansión de su superficie podía saltar sobre el agua o sobre los cuerpos sólidos con la misma facilidad.

Desde luego no tenía ojos. Tampoco tenía boca ni otros apéndices visibles. Beltz capturó y disecó centenares de aquellos bichos. Un día casi nos arrastró a Addar y a mí hasta su diminuto laboratorio.

-No puedo seguir soportando esto solo. Mis amigos más íntimos deben compartir la carga y luego podremos enloquecer todos juntos. Será mejor que dibuje unos croquis...

Beltz me agradaba porque era un hombre recto, sin complicaciones, y se tomaba la molestia de explicar las cosas en términos sencillos, sin adoptar aires de suficiencia ni dar a entender que estaba hablando con un «inferior». Beltz, Addar y yo nos habíamos hecho muy amigos durante el largo viaje.

Addar, nuestro físico, era un personaje completamente distinto, alto, moreno, estricto, pero no excitable. Estaba muy orgulloso de su ascendencia española y llevaba una pequeña barba proyectada hacia adelante como un gesto de desafío.

Beltz terminó sus croquis y dijo:

-No quiero fastidiarles con tecnicismos; estos croquis son una simple reproducción de algunos ejemplares -Señaló algunas partes disecadas de lo que imaginé que era un Saltón -. Corazón, pulmones, vejigas de aire para flotar... Observen la evolucionada y compleja estructura muscular exterior.

Hizo una pausa y se quedó mirándonos.

Finalmente, Addar dijo:

- ¿Bien?

Beltz suspiró.

-Es maravilloso, ¿no es cierto? Ese animal carece solamente de un órgano vital: el cerebro.

Contemplamos a Beltz, asombrado, y él asintió.

-Yo he experimentado la misma sensación que experimentan ustedes ahora. Me he dicho a mí mismo: -Tiene que haber algo-, pero no hay nada -Movió nerviosamente las manos -. De acuerdo, de acuerdo, no tiene sexo, lo sé. Las abejas y las hormigas son gigantes intelectuales comparadas con ese bicho. Biológicamente hablando, este animal no puede saltar, no puede moverse, carece incluso de instinto, no posee ningún receptáculo para satisfacer el instinto sexual. Si quieren definir ustedes una paradoja, aquí tienen una.

-Supongo -dijo Addar prudentemente -que es un mamífero.

Beltz suspiró de nuevo.

-Tiene un sistema circulatorio, tiene una temperatura corporal de ochenta y nueve con tres, y respira. Sí, debo reconocer que posee las características de un mamífero.

Addar cogió uno de los croquis, lo examinó atentamente, frunció el ceño y luego pareció encontrar lo que buscaba.

- ¿Y esto? -dijo -. ¿No lo ha tenido usted en cuenta?

Beltz le miró con expresión enfurruñada.

-Lo he tenido en cuenta; y estoy tratando de olvidarlo -Se frotó la barbilla furiosamente -. Es un ganglio nervioso, uno de los más complejos y sensibles que he visto. Si estuviera conectado a un cerebro tendría una explicación, pero faltando ese cerebro es completamente superfluo.

Addar había cogido otro croquis.

-El animal come, por lo que veo.

-¡Oh, sí, come! Posee una boca en forma de ventosa que puede extender hacia adelante en caso necesario. En realidad, tengo aquí un ejemplar dotado de unos pequeños apéndices retráctiles que pueden ser utilizados como brazos. Queda por ver si se trata de una especie distinta de saltarín.

- ¿Y qué es lo que come exactamente?

-Eso, amigo mío, no puedo decírselo. Quizá cuando nuestro amigo químico se canse de jugar a los exploradores se dignará hacer un análisis del contenido del estómago.

Cuando me separé de Beltz, unos minutos después, no pude evitar el pensar que nadie simpatizaba con Handía. Como ya he dicho, era un individuo pomposo y algo cargante, pero esto solo no justifica su impopularidad. Es cierto que tenía un modo muy desagradable de mirar con sus fríos ojos verdosos cuando hacía una afirmación.

Handía no -expresaba una opinión-: hacía afirmaciones autoritarias, y si alguien se atrevía a contradecirle, se apresuraba a demostrar que estaba equivocado. Nadie simpatiza con un hombre que pretende ser infalible, pero cuando las afirmaciones de un hombre de esa clase resultan ciertas, la antipatía se convierte en aborrecimiento.

Handía, sin recurrir a las palabras desagradables ni al sarcasmo, había dado con una fórmula única para crearse enemigos: siempre tenía razón.

Por ejemplo, a pesar de las observaciones, no siempre humorísticas, acerca de su cursillo de supervivencia, casi había conseguido refutar lo evidente.

Había descubierto que la corteza o envoltura exterior de las lianas más gruesas podía ser sacada y era impermeable. Una vez sacada, las fibras interiores no sólo servían como un fuerte y duradero cordel, sino que, una vez secas, ardían durante mucho tiempo con una brillante llama que no producía humo.

Handía había conseguido no sólo encender fuego dentro de una tienda, sino también asar y comerse parte de un Zorky. En resumen,

con sus propios esfuerzos casi había hecho posible la supervivencia en Venerupis.

Sus actividades con la ballesta tenían casi el mismo éxito. A pesar de las evidentes limitaciones impuestas por la continua lluvia, la práctica constante le había convertido en un ballestero sumamente hábil. Utilizaba los saltarines como blancos móviles, y rara vez fallaba el tiro.

- ¿Por qué diablos no deja a esos pobres bichos en paz? -le espetó Hagen en cierta ocasión -. Si los Zorky son comestibles, ¿por qué no deja tranquilos a los Saltónes?

Handía se había encogido de hombros con su habitual aire de superioridad.

-Un hombre inteligente está siempre preparado para todas las eventualidades. Necesitaba un blanco móvil. Suponga que aparece súbitamente una bestia hostil, de movimientos rápidos...

Hagen le miró con expresión de enojo, pero no replicó. Handía podía estar en lo cierto, como de costumbre, y no cabía duda de que en tres meses terrestres sus progresos habían sido muy notables.

En una ocasión, Handía perdió la ballesta y las flechas. Hagen las encontró cuatro días después entre las lianas, pero ése fue un asunto que Handía no nos permitió olvidar.

-Miré allí. Sé que miré allí. Cuando descubra al adulto de inteligencia infantil aficionado a esta clase de bromas voy a retorcerle el cuello.

Nadie admitió nunca ser el responsable de aquella supuesta broma, pero Handía no estaba satisfecho ni mucho menos. En su rostro había una perpetua expresión de sospecha, y andaba de un lado para otro haciendo preguntas y más preguntas, a veces realmente impertinentes.

-Ese hombre está loco -dijo Beltz, cansado de aquel juego -. ¿Por qué no puede haber perdido la ballesta y las flechas?

-Como si no tuviéramos bastantes quebraderos de cabeza -dijo Mikel. -Hay cosas que me ponen la carne de gallina, y encima, tener que soportar las estúpidas preguntas de Handía... Es para volverse loco.

Beltz frunció el ceño.

- ¿La carne de gallina? ¿Por qué?

-No me diga que no lo ha notado usted -Mikel dejó en el suelo el complicado mecanismo fotográfico que había estado revisando -. No me diga que no ha experimentado la sensación de que nos vigilan continuamente.

-No sea usted idiota -La voz de Beltz era demasiado brusca para resultar convincente -Soy un científico que se apoya en hechos, y no puedo dejarme guiar por mis emociones.

Mikel sonrió débilmente.

-Entonces ha experimentado usted esa sensación... Beltz le miró enfurruñado.

-Sí, desde luego, la he experimentado -Se frotó furiosamente la barbilla -. ¿No ha descubierto usted nada en el curso de sus trabajos?

- ¿Por ejemplo?

-No lo sé; huellas que conduzcan a cavernas o algo por el estilo.

-No, no he descubierto nada de eso. Pero no puedo evitar la impresión de que son los saltarines. Cuando aterrizamos sólo había unos cuantos alrededor de la base. Y ahora hay centenares. Y tengo la impresión de que nos están vigilando.

-Son ciegos -dijo Beltz -. Los he disecado por docenas y son ciegos. Además no tienen cerebro.

-Estoy seguro de que tiene usted razón -dijo Mikel -. Completamente seguro. Y me gustaría que esta seguridad fuese suficiente para tranquilizarme, pero no es así.

Nos miramos unos a otros con expresión de inquietud, y la conversación hubiera continuado a no ser por una súbita interrupción.

Alguien había hecho sonar el timbre de alarma.

Maquinalmente nos colocamos las mascarillas y echamos a correr hacia la puerta. Por qué llegamos a la conclusión de que el peligro procedía del exterior es algo que nunca supimos, pero todos nos dirigimos hacia la salida más próxima, casi empujándonos en nuestros esfuerzos por salir. Vi a Hagen, que estaba ya fuera y corría a través de la lluvia, y le seguí instintivamente.

Llegamos junto a un grupo de inclinadas figuras apenas visibles en medio de la cortina de lluvia. En aquel momento, Arcan nuestro médico, se estaba incorporando.

-Resulta difícil precisar el tiempo que lleva muerto. Los insectos o algún bicho han mutilado su rostro, y con este calor la descomposición es muy rápida.

En efecto, unos diminutos filamentos blancos brotaban ya de entre los dedos de las manos, y el cadáver esta hinchado a causa de los gases internos.

Un sudor frío inundó mi rostro y experimenté una inexplicable sensación de temor.

El muerto era Handía. Estaba boca abajo sobre las lianas, y de su espalda sobresalía el extremo de una de sus propias flechas.

Hagen nos contempló con una expresión que hasta entonces no había visto en su rostro. El hombre cordial, que se dirigía siempre a nosotros en tono amable, se había convertido en un jefe adusto.

-Habrá una inmediata investigación -dijo -. Comuniquen a todo el mundo que se reúna en la nave.

Era evidente que estaba pensando lo que pensábamos todos: uno de nosotros era un asesino. La posibilidad de un suicidio quedaba absolutamente descartada, ya que un hombre no puede dispararse una flecha por la espalda. Cuando llegamos a la nave, Hagen estaba en su camarote. Era muy reducido, pero había espacio para dos personas.

-Beltz, entre, por favor.

Beltz me dirigió una mirada significativa, asintió y cruzó la estancia. Contemplé cómo se cerraba detrás de él la puerta del camarote.

Lo que Hagen estaba haciendo era evidente: tomaba declaración a cada uno de los miembros de la tripulación para cotejar más tarde las diversas declaraciones. Me pregunté si antes de dedicarse a los vuelos espaciales habría sido policía; por lo menos estaba actuando como uno de ellos. La investigación quedaba reducida a diez hombres y, no sabiendo ninguno de ellos lo que había dicho el otro, las falsedades o contradicciones podrían ser fácilmente detectadas.

Nueve hombres en la sala de mandos dejaban poco espacio para moverse y menos aún para conversar. Nos dispusimos a esperar en medio de un desagradable silencio, evitando el mirarnos unos a otros.

A pesar de los esfuerzos que todos hacíamos por disimularlo, cada uno de nosotros dudaba, de todos los demás: alguien tenía que haberío hecho.

-Doctor Artaban, por favor.

Uno por uno, todos fuimos entrando y saliendo. Transcurrieron dos largas horas antes de que Hagen dejara abierta la puerta.

Hagen tenía una expresión preocupada y no parecía estar satisfecho por el curso de los acontecimientos.

-Esto no es un tribunal -dijo. Sólo estoy autorizado para arrestar a un sospechoso hasta que pueda comparecer ante un tribunal de la Tierra.

Hizo una pausa, carraspeo de nuevo y sacó unos papeles de su bolsillo.

-Los hechos son éstos. Handía, como ustedes saben, ha muerto a consecuencia de una flecha que le fue disparada por la espalda. Las declaraciones de los testigos demuestran que fue visto con vida por última vez en el momento en que salía de la base, seis horas antes del descubrimiento de su cadáver.

Hizo otra pausa y examinó con el ceño fruncido los papeles que tenía en la mano.

-Durante ese período solamente uno de los miembros de la expedición estuvo fuera, y únicamente a ese hombre podemos considerarlo sospechoso. Como ya he dicho, esto no es un tribunal, aunque debo puntualizar dos cosas. Primera: el testigo fue absolutamente sincero y no trató en ningún momento de ocultar el lugar en que se encontraba a la hora aproximada en que se produjo la muerte de Handía. Segunda: las pruebas son puramente circunstanciales, pero estoy obligado a tomar medidas de seguridad. El sospechoso era el único de nosotros que se encontraba en condiciones de cometer el crimen, y tengo que atenerme a este hecho.

Hagen se volvió hacia Mikel y su expresión volvió a hacerse implacable.

- Mikel, en vista de las pruebas que me han sido presentadas, me veo en la penosa obligación de arrestarle a usted como sospechoso de asesinato. Permanecerá encerrado en la nave hasta que regresemos a la Tierra. Ahora abriremos una investigación y oiremos a los testigos. Si lo desea, puede usted interrogar a esos testigos, y ellos, a su vez, podrán interrogarle a usted. - - -- ¿Tiene algo que alegar?

Mikel abrió la boca y luego sacudió la cabeza lentamente. Parecía desanimado.

La encuesta resultó muy ingrata. Se celebró en la sala de mandos y todos evitábamos cuidadosamente encontrarnos con la mirada de Mikel. Todo el mundo le apreciaba y a nadie le agradaba ayudar a condenarle. A pesar de todas las pruebas, ninguno de nosotros creía realmente que Mikel hubiera asesinado a Handía. Su declaración personal, que Hagen leyó en voz alta, sonó como la declaración de un hombre inocente. Creo que todos nos vimos obligados a recordarnos a nosotros mismos que Mikel era el único hombre que podía haberío hecho.

- ¿Alguna pregunta?

Hagen parecía dispuesto a cerrar la encuesta.

-Sí -dijo Addar, dando un paso hacia adelante -. Con su permiso, me gustaría examinar la prueba material. ¿Puedo ver la flecha que mató a Handía?

Hagen se la entregó en silencio, y Addar la hizo girar lentamente entre sus manos.

-Tiene las iniciales de Handía grabadas en el asta, por lo que veo -dijo Addar.

-Todas las flechas de Handía llevaban sus iniciales -dijo Hagen -. ¿Tiene algo de particular?

Era evidente que Hagen deseaba terminar de una vez con aquel desagradable asunto.

-Creo que sí. Como usted sabe, ayudé a supervisar las operaciones de carga. No ignoran ustedes que todas nuestras pertenencias fueron pesadas, incluso los objetos que llevábamos en los bolsillos. Handía deseaba embarcar, entre otras cosas, un analizador eléctrico y una ballesta con sus correspondientes flechas. Le dijeron que no podía llevarse las dos cosas y renunció el analizador. Resumiendo, Handía subió a bordo el arco y doce flechas exactamente.

- ¿De veras? -Hagen tamborileaba nerviosamente con la punta de los dedos sobre la mesa.

- ¿Tiene usted inconveniente en contar las flechas? -preguntó Addar.

- ¿Contarlas? -Hagen miró a Addar con expresión de asombro y luego se encogió de hombros-. Como quiera. Una... dos...

Antes de llegar a diez su rostro palideció y nadie le oyó pronunciar el número final.

Había exactamente trece flechas.

Siguió un largo e incómodo silencio. Todos nosotros nos dábamos cuenta de que nadie podía haber metido en la nave aquella flecha en el último minuto, ya que la sobrecarga hubiese sido detectada inmediatamente. Por otra parte, en Venerupis no había elementos para fabricar una flecha como aquélla.

Beltz avanzó unos pasos.

-Me gustaría examinar esa flecha en mi laboratorio, sí me lo permiten.

-Desde luego -Hagen le entregó la flecha y se removió nerviosamente en su silla -. Esto cambia el aspecto del caso. Le ruego que me disculpe Mikel, pero con las pruebas que tenía no podía obrar de otro modo.

-Supongo que se da usted cuenta de lo que esto significa -dijo Addar, que había palidecido -. A pesar de las pruebas en contra, en este planeta hay vida inteligente.

- ¿Dónde? -inquirió Arri con voz ligeramente ronca -. Hemos explorado colinas y valles con el radar y con las cámaras controladas por radio. Si hubiera un poblado lo habríamos descubierto. Y no hemos encontrado absolutamente nada, ninguna huella, ningún objeto...

-Ahora lo tenemos -Beltz había regresado y su rostro aparecía sumamente grave -. Aquí está -Mostró la flecha, que había reducido a fragmentos -. El problema es ahora más complicado que nunca -

Tendió los fragmentos de la flecha a Hagen -. Como puede ver, esta flecha no es de plástico, como las otras. Es de hueso, pero no se trata del hueso de un animal muerto aprovechado para labrar con él una flecha -Hizo una pausa, como si no se decidiera a continuar. Finalmente, concluyó -: Es un hueso nuevo.

Hagen frunció el ceño.

- ¿Nuevo? ¿Qué quiere usted decir con eso?

-Hace menos de seis días el hueso formaba parte de un animal vivo. Tal vez alguno de ustedes puede decirnos qué clase de inteligencia puede coger un hueso de esas características, darle la forma correcta y convertirlo en una flecha perfectamente equilibrada.

Nadie respondió. No parecía haber ninguna respuesta.

Hagen rompió el prolongado silencio.

-Creo que es evidente la existencia en Venerupis de una forma de vida inteligente y por añadidura hostil -Suspiró -. No veo ningún motivo para que abandonemos nuestro trabajo, pero debemos adoptar las necesarias medidas de precaución. Tendremos que limpiar de lianas los alrededores de la base, a fin de que los indígenas no puedan acercarse sin ser vistos. Además, mantendremos una vigilancia continua. Dos hombres armados montarán guardia mientras los otros trabajan -Se puso en pie -. Afortunadamente, nos enfrentamos con una inteligencia primitiva.

- ¿Qué es lo que le hace creer eso? -preguntó Beltz en tono cáustico Hace nueve semanas perdió Handía su ballesta y las flechas. Tardaron cuatro días en aparecer. En mi opinión, las tomaron “prestadas” a fin de copiarlas. Y no sólo consiguieron una copia perfecta, sino que aprendieron a utilizarla adecuadamente.

-Lo que yo me pregunto -dijo Larrén -es por qué pusieron las iniciales de Handía en el asta.

-Ya he dicho que se trata de una copia -dijo Beltz -. Pusieron las iniciales porque las otras flechas las llevaban. Tal vez pensaron que eran un elemento necesario para su correcta utilización...

Larrén no pareció muy convencido.

-De todos modos, no parece que tengamos mucho que temer de unos copistas, aunque sean inteligentes, ¿verdad?

Beltz se encogió furiosamente de hombros.

-Piense lo que guste. Viva en un mundo de ilusión. Yo, voy a empaquetar todas mis cosas, a fin de estar preparado para huir a la menor señal de peligro.

Al día siguiente empezamos a limpiar de lianas los alrededores del campamento. Era un trabajo muy penoso y progresaba muy lentamente. Antes de darle fin hicimos un sorprendente descubrimiento: ocultos entre las lianas encontramos dos ballestas. Estaban provistas de flechas y apuntaban directamente al centro de la base, aunque allí no había ningún rastro de vida indígena.

Todos nos pusimos muy nerviosos, y los centinelas hicieron unos disparos porque creían haber visto algo que se movía.

Las conclusiones de Beltz no mejoraron nuestro estado de ánimo.

-Son de hueso, como las flechas -dijo -. Hueso de una densidad y fortaleza anormales. Dios sabe a qué clase de ser pertenecen...

El trabajo continuó, y por espacio de casi tres semanas no se produjo ningún incidente. Todos habíamos empezado a tranquilizamos, cuando...

No me atrevo a afirmar que Arri estuviera aterrorizado, aunque sí puedo asegurar que acababa de recibir una fuerte impresión. Era evidente que estaba realizando un enorme esfuerzo para dominarse.

-He pensado que lo mejor sería decírselo primero a usted, Beltz. -Se quitó la mascarilla con manos temblorosas. Si mal no recuerdo, usted aseguró que los saltarines eran ciegos.

-Y lo son. He disecado docenas de ellos y...

-Acabo de ver a uno con un ojo. Estaba fuera, montando guardia, y lo vi claramente. Estaba a menos de dos metros de distancia, me miraba fijamente y lo vi parpadear.

Arri se estremeció ligeramente.

-Tranquilícese -dijo Beltz -. Lo que vio usted era una nueva especie. No hay motivo para alarmarse.

-No comprende usted... -Arri hizo una pausa y tragó saliva nerviosamente -. Mire, no creerá usted que estoy loco, ¿verdad? No ha sido imaginación mía; estaba lo bastante cerca para verlo. Y el ojo era el de Handía.

Vi que Beltz se ponía rígido, pero su voz sonó tan tranquila como antes.

-Vamos a ver si nos entendemos... ¿Dice usted que el ojo de ese animal era el de Handía?

-Bueno, tal vez no sea eso exactamente. Ya sabe usted el aspecto que tenían los ojos de Handía: eran fríos y verdosos. Pues bien, el ojo de ese animal era exactamente igual y, cuando parpadeó, quedó cubierto por una delgada membrana blanca.

Arri se estremeció de nuevo.

Beltz procuró tranquilizarle y se marchó a comunicarle la noticia a Hagen.

-Tendré que capturar uno -Beltz hizo un gesto de impaciencia -. Este condenado planeta me está sacando de quicio. ¿Cómo diablos puede uno conservar la razón científica en un planeta como éste? Desde luego, equivoqué el camino. Tenía que haberme dedicado a algún tipo de Investigación mecánica como la suya. De este modo hubiese tenido ocupadas las manos y el cerebro al mismo tiempo...

-¿Qué diablos es eso?

-Es un circuito receptor para una cámara controlada por radio. Los impulsos emitidos por la caja de control son captados por la rejilla y eventualmente controlan los movimientos y la altura de la cámara. Al mismo tiempo los circuitos complementarlos controlan el mecanismo, el objetivo y el obturador. Es una técnica un poco complicada, pero puedo darle unas cuantas lecciones a un precio razonable.

Normalmente, Beltz hubiera seguido la broma, pero esta vez no pareció oír mis palabras.

-¡Dios mío! -exclamó, mirando como hipnotizado la rejilla de la cámara -. ¡Dios mío! Tengo que capturar uno... Discúlpeme.

Se marchó corriendo y tuve la desagradable impresión de que acababa de encontrar la respuesta a algo muy importante.

Diez minutos más tarde vi que Beltz y Addar salían del campamento con unas jaulas de alambre. Beltz no había perdido el tiempo.

Cuatro días después, una flecha de dos metros y medio de longitud llegó zumbando a través de la lluvia y traspasó de parte a parte nuestro dormitorio número cuatro.

La cosa se estaba poniendo muy fea. La flecha paso a unos centímetros de la cabeza de Larrén, que estaba de pie junto a su cama.

Algunos corrieron hacia la nave, otros cogieron lo que encontraron más a mano como posible arma y salieron al exterior. Los dos centinelas estaban disparando ya ciegamente, con la vana esperanza de disuadir a los posibles atacantes.

De pronto otra flecha silbó sobre nuestras cabezas y fue a enterrarse en el suelo, a menos de dos pies de distancia del lugar donde se encontraba Arri.

-¡Todo el mundo a la nave! -A través del altavoz, Hagen habló en tono autoritario y tranquilizador -. No se precipiten, y cuidado con las flechas...

Diez minutos después la puerta de la nave se cerraba detrás del último de los miembros de la expedición.

Hagen esperó hasta que hubimos recobrado el aliento.

-Bien, caballeros, parece ser que debemos prepararnos para continuar nuestro trabajo sometidos a un verdadero asedio o despegar y marcharnos de aquí. Es evidente que dentro de un par de semanas los indígenas estarán en condiciones de iniciar un ataque masivo, si es que no lo están haciendo ya. -¿Alguna sugerencia?

Hubo un largo silencio. Luego dijo Larrén:

-Me estaba preguntando si hay posibilidades de llegar a un acuerdo amistoso con ellos.

Beltz resopló despectivamente.

-En nombre del cielo, Larrén, colóquese usted en la situación de los indígenas. Hemos llegado aquí por las buenas, hemos limpiado una amplia zona de lo que podía ser un campo de cultivo, y hemos matado y disecado todo lo que se nos ha puesto a tiro. ¿Aceptaría usted un acuerdo amistoso?

-Hizo un gesto de impaciencia -. De todos modos no tenemos más alternativa que la de marcharnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

-Una medida un poco drástica, ¿no le parece? -intervino Arri -. No podemos echar a correr a la menor amena...

Hagen le interrumpió.

-No dudo de que Beltz tiene sus motivos para hablar de ese modo. Creo que debemos oírle antes de tomar una decisión. -Continúe, Beltz.

-Gracias -dijo Beltz -. Lo que voy a decirles no es fácil de aceptar, pero estoy dispuesto a presentar pruebas biológicas de mis afirmaciones -Hizo una pausa y suspiró -Caballeros, en Venerupis no hay vida indígena, tal como nosotros la concebimos; no hay humanoides ni semi-humanoides ocultos entre las lianas, armados con arcos y dispuestos a atacarnos -Hizo otra pausa, frunciendo el ceño. De hecho, no hay indígenas, pero en alguna parte de este planeta hay un... “ente”. Puede estar en el fondo del mar, oculto en una caverna o en alguna otra parte. Lo que puedo asegurarles es que existe. Y sugiero la inmediata evacuación no sólo porque el “ente” tiene fuerza para derrotarnos, sino porque en términos de inteligencia el “ente” está a un nivel infinitamente superior al nuestro: a su lado nos encontramos muy por debajo del nivel de la infancia.

-¿Con ballestas y flechas? -preguntó socarronamente Arri.

-Sí, con ballestas y flechas -respondió Beltz. Cuando llegamos a Venerupis no eran necesarias la ballesta ni las flechas. El “ente” tiene al planeta completamente sometido a su voluntad y le hace funcionar de acuerdo con su propio plan. Todo lo que en el curso normal de la evolución ha ido surgiendo, con posibilidades de convertirse en una amenaza para el “ente” ha sido eliminado. Todo lo que queda es inofensivo para la “ente” o ha sido conservado para su consumo personal -Hizo una pausa y se encogió de hombros. -Luego llegamos nosotros, Handía jugando a pieles rojas con su ballesta y sus flechas, yo con mi laboratorio. En menos de cuatro meses el “ente” captó las posibilidades del arma de Handía, la consiguió, la copió y aprendió a utilizarla. Entonces mató a su principal depredador y practicó una pequeña disección por su cuenta. La idea de la vista era un concepto desconocido para el “ente” pero no sólo extirpó los ojos de Handía, sino que comprendió su propósito y los copió con éxito.

-A continuación va usted a decirnos que ese “ente” dispone de un laboratorio quirúrgico completamente equipado. La idea es absurda...

Era evidente que Arri estaba asustado y no quería creer. Los demás estábamos demasiado tensos o demasiado absortos para interrumpir a Beltz.

-Si no cree usted lo que digo, la prueba está en mi laboratorio -replicó bruscamente Beltz -. Si, el “ente” dispone de un laboratorio completamente equipado, pero me referiré a este punto más tarde -Su mirada se cruzó con la de Addar -. Mi colega me vio examinar los ojos y puede confirmar que están especialmente adaptados a las condiciones de este planeta.

-Entonces ha capturado a un indígena. Tiene que haberío capturado...

Larrén parecía perplejo y furioso.

-Repito que ya llegaremos a eso...

Pero Larrén insistió.

- ¿Dónde fabricó la ballesta y las flechas? Opino como Arri. -¿Es que el “ente “dispone también de un taller?

Beltz miró a Larrén con una expresión de cansancio.

-No las fabricó: las formó -Beltz hizo una pausa, mientras Larrén palidecía intensamente -. Veo que empieza usted a comprender. La ballesta y las flechas eran de hueso nuevo, y el “ente” las formó de o en su propio cuerpo.

Oí la ahogada exclamación que soltaba Larrén y me encontré a mí mismo sudando. No soy biólogo, pero podía imaginar lo que implicaban las palabras de Beltz. Una masa informe en una cueva subterránea... exudando una especie de vaina dentro de la cual se formaba la estructura ósea del objeto deseado. ¡Dios mío! Con ese control mental sobre sus funciones corporales, el “ente” debía de ser inmortal y, a todos los efectos, indestructible. La masa corporal de aquel ser podía presumiblemente ser medida por km, y no por pies...

- ¿Dónde obtuvo usted esos ojos? -preguntó Arri, como si estuviera al borde de un ataque de nervios.

Beltz suspiró.

-Esto es lo más difícil de aceptar. Los obtuve de los saltarines. Los saltarines son los ojos y los oídos del “ente” lo que utiliza para controlar y dominar su medio.

- ¿Una especie de simbiosis? -preguntó Hagen, como si diera por sentada la veracidad de las afirmaciones de Beltz.

-Veo que siguen sin comprender, y no puedo reprochárselo -suspiró Beltz -. Los saltarines son unidades del “ente”, partes de él. Se forman de su propio cuerpo para realizar determinadas funciones específicas; unos recogen alimento, otros pastorean los Zorky, y últimamente ha aparecido un nuevo tipo con apéndices retráctiles. ¿Tengo que decirles quién arrastró aquellos arcos a través de las lianas?

Hubo un prolongado silencio antes de que Beltz continuara.

-Los Saltarines no tienen cerebro; biológicamente son incapaces de moverse e incluso de realizar las funciones normales necesarias para vivir. Poseen, sin embargo, un ganglio nervioso sumamente sensible y, a través de ese ganglio, el “ente” controla mentalmente a sus unidades del mismo modo que una cámara puede ser dirigida desde una estación de control. Es una comparación imperfecta, pero sirve para el caso. ¿Les extraña ahora que dijera que al lado del “ente” nuestro nivel mental es infantil?

Le miramos fijamente. El “ente” controlaba literalmente a millares de saltarines que realizaban centenares de tareas distintas. Por muchos que matáramos, serían reemplazados inmediatamente, y lo peor del caso sería que el “ente” adquiriría una nueva experiencia. Los saltarines que llegaran a continuación serán unidades especializadas adaptadas para atacarnos.

-Creo que debemos marcharnos inmediatamente -dijo Arri.

Me adherí con entusiasmo a la proposición. No resultaba difícil imaginar las desagradables posibilidades que se abrirían ante nosotros en caso de quedarnos.

Si éramos vencidos... Era indudable que el “ente” había aprendido ya a conocer el valor de los cautivos vivos. Supongamos que aprendía a comunicarse con nosotros o, peor aún, que encontraba el medio de enlazar nuestros sistemas nerviosos con el suyo. ¡Podría absorber no sólo nuestras impresiones sensoriales, sino también todos nuestros conocimientos!

Cuando llegara una expedición de rescate para comprobar qué nos había sucedido, sus miembros serían capturados antes de que pudieran luchar. Todos nuestros conocimientos técnicos y científicos serían absorbidos por un ser que nos superaba muchísimo en inteligencia pura. Y podría adaptar sus unidades para explotar y entender aquellos conocimientos.

¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que desarrollara una tecnología?

¿Cuántos siglos pasarían antes de que una legión de saltarines subieran a sus propias naves espaciales y emprendieran el vuelo hacia la Tierra?

12. La partida

- ¿De verdad cree que una máquina puede pensar?

Venerando tardó en responder. Concentraba su mirada en los fantásticos dibujos que proyectaban las llamas de la chimenea.

Hacía días que yo observaba en él una tendencia creciente a dilatar la respuesta a la más sencilla de las preguntas. Y no obstante, tenía un aspecto preocupado, más que de meditación; era como si su cerebro sólo pudiera estar atareado en una sola cosa.

- ¿Qué es una máquina? -preguntó un poco después-. Esta palabra tiene diversos significados. Por ejemplo, tomemos la definición de un diccionario: “Todo instrumento u organización por el que se aplica y hace efectiva la energía, o produce un efecto deseado”. De ser así, ¿acaso el hombre no es una máquina? Y admitirá usted que el hombre piensa... o eso se imagina.

-Si no desea responder a lo que le pregunté -repliqué-, dígalo claramente. Usted se sale por la tangente, mi querido amigo. De sobra sabe que al referirnos a las máquinas, no hablamos de los hombres, sino de un objeto fabricado por él para su satisfacción.

-A veces no es así -objetó Venerando-. A veces es la máquina la que domina al hombre; a veces es la máquina la que se satisface.

Venerando se levantó y se aproximó a la ventana, en cuyos cristales repiqueteaba la lluvia que hacía aún más oscura aquella noche de tormenta.

-Perdóneme -sonrió luego, volviéndose de nuevo hacia mí-. No intentaba salirme por la tangente. Puedo responder a su pregunta de manera directa: opino que las máquinas piensan en el trabajo que realizan.

Desde luego, era una respuesta directa. Y no muy grata, ya que casi confirmaba mi suposición respecto que la devoción de Venerando por el estudio, y el trabajo en su taller no le beneficiaban en absoluto

-Bien, si carece de cerebro -proseguí la discusión-, ¿cómo piensa la máquina?

La respuesta, esta vez más rápida, adoptó la forma de una pregunta, hablando en términos legales.

-¿Cómo piensa una planta, que tampoco posee cerebro?

-Ah, de manera que también las plantas piensan... Vaya, me encantaría conocer varias de sus conclusiones al respecto, aunque puede guardarse para usted las premisas.

-Tal vez sea posible para algunas personas deducir las convicciones de los actos propios. Bien, no hablaré de los conocidos ejemplos de la sensible mimosa, de las flores insectívoras y de aquellas cuyos estambres se inclinan y sacuden su polen sobre la abeja para que ésta lo transporte a otras flores. En mi jardín planté en cierta ocasión una trepadora. Cuando la planta surgió a la superficie, clavé una estaca en la tierra a un metro de distancia de la plantita. La trepadora se alargó inmediatamente en aquella dirección, más al cabo de unos días, cuando estaba a punto de alcanzar la estaca, la arranqué y la clavé en dirección opuesta. Inmediatamente, la enredadera cambió de orientación, trazó un ángulo agudo y volvió a alargarse hacia la estaca. Repetí el experimento varias veces, siempre con idéntico resultado. Al fin, descorazonada la planta, se dirigió hacia un árbol y comenzó a trepar por su tronco.

Venerando hizo una pausa y reanudó sus explicaciones.

-Las raíces de los eucaliptos se prolongan de modo increíble en busca de humedad. Un agricultor relató que una raíz de eucalipto penetró en una tubería subterránea seca y la fue siguiendo hasta que llegó a un muro de piedra que obturaba dicha tubería. La raíz, entonces, salió de la tubería y recorrió la pared hasta hallar la abertura, por la que se introdujo, dando la vuelta en busca de la tubería por el otro lado del muro.

- ¿Y bien...?

- ¿No entiende lo que significa? Significa que las plantas tienen conciencia. Demuestra que las plantas poseen raciocinio.

-De acuerdo, las plantas piensan. Más no nos referíamos a plantas, sino a máquinas. Las máquinas pueden estar fabricadas, totalmente o en parte, de madera, que ha perdido su vitalidad, o ser metálicas en su conjunto. ¿Es que los minerales también piensan?

-Amigo mío, ¿qué otra explicación cabe darle al fenómeno de la cristalización?

-Nunca intenté explicarlo.

-En caso contrario tendría que admitir lo que no es posible negar, o sea la colaboración de manera inteligente entre los diversos elementos que constituyen los cristales. Cuando los soldados de un cuartel forman filas o cuadros, usted está seguro que ellos razonan. Cuando los patos silvestres, en sus emigraciones, forman una V, usted dice que es por instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral cualquiera, que se mueven libremente en una solución, adoptan formas matemáticas de asombrosa perfección, o unas partículas húmedas se agrupan para construir los copos de nieve, usted no puede decir nada. Ni siquiera se ha inventado una palabra que disimule su inmensa sinrazón.

Venerando razonaba con gran seriedad y animación. De pronto, cuando calló, oí en una estancia contigua un sonido raro, como el golpe con la palma de la mano en una mesa. Se trataba del taller de Venerando, lugar al que nadie tenía acceso, aparte del dueño de la casa.

Venerando también oyó aquel ruido y, súbitamente excitado, se levantó y penetró en el taller. Me pareció extraño que hubiese alguien allí dentro, y la curiosidad me hizo escuchar con suma

atención, aunque no incurrí en la descortesía de aplicar el oído a la puerta. Hubo unos rumores confusos, como de lucha, y el suelo se estremeció. Luego oí también una respiración agitada y un susurro ronco:

-¡Maldito seas!

Todo volvió a quedar en silencio. Venerando reapareció y observé que trataba de sonreír sin conseguirlo.

-Perdone que le haya dejado solo. Tengo ahí dentro una máquina que a veces pierde los estribos.

Al ver su mejilla izquierda, donde había cuatro arañazos paralelos y ensangrentados, comenté:

-Por lo visto, esa máquina tiene las uñas largas.

No estaba la cosa para chistes. Venerando no intentó siquiera sonreír. Se sentó de nuevo y continuó con su monólogo como si nada hubiese ocurrido.

-Sí, naturalmente, usted no está de acuerdo con quienes aseguran que toda la materia es sensible, que cada átomo es un ser individual, vivo y consciente. Yo sí. La materia inerte, muerta, no existe; toda está viva; toda la materia posee fuerza, instinto, energía real y potencial. Toda la materia es sensible a las fuerzas que la rodean y puede asimilar las facultades que residen en organismos superiores con los que se pone en contacto, como por ejemplo las del hombre cuando transforma dicha materia en instrumentos. La materia absorbe en tal caso parte de la inteligencia y de las intenciones del ser humano que la modifica, haciéndolo en mayor grado cuanto más complicados sean el mecanismo y su trabajo a realizar.

Venerando se levantó para atizar las brasas de la chimenea y volvió a sentarse antes de continuar su discurso.

Tosió para aclararse la garganta, y citó con cierta pedantería:

-La vida es una combinación definida de cambios complejos, simultáneos y sucesivos, relacionados con uniones y encadenamientos externos.

-Si -asentí-, eso define el fenómeno, pero -objeté-, no aporta la menor clave para descubrir su causa.

-Sin embargo, nuestra percepción puede inducirnos a error; por ejemplo, quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

-Creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Venerando con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida, está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto.

Venerando quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.

Se me hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Venerando en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones. Me incliné hacia Venerando y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Venerando -indagué -¿quién está ahí dentro?

Al ver que se echaba a reír, me sorprendí.

-Nadie -repuso-. El incidente que a usted le preocupa fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina sin trabajo, mientras yo intentaba la imposible labor de iluminarle a usted sobre algunas verdades.

-Buenas noches, Venerando. Espero que la máquina que usted dejó funcionando por equivocación, lleve guantes la próxima vez que intente usted pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa. Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la residencia de Venerando, que correspondía precisamente a su taller. Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.

Casi me convencí que sus ideas no eran las elucubraciones de una mente enferma, puesto que las expuso con lógica claridad.

Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Venerando.

Estaba empapado por la lluvia que caía sin cesar, mas no experimentaba ninguna molestia. Ni siquiera se me ocurrió golpear con el aldabón, sino que giré el pomo de la puerta; no tardé en estar de nuevo en la estancia que poco antes abandoné. Todo estaba a oscuras y en silencio, como suponía.

Venerando, claro está, se hallaba en el taller. Tanteé la pared hasta hallar la puerta de comunicación y llamé varias veces sin obtener respuesta, lo que atribuí al estruendo de la tempestad que rugía fuera. Jamás fui invitado a entrar en el taller. En realidad, Venerando me prohibió entrar allí, como a todo el mundo, con una sola excepción: la de un hábil obrero metalúrgico, de quien nadie sabía nada, salvo que se llamaba Keito, muy callado por naturaleza. En mi excitación mental, olvidé toda discreción y abrí bruscamente la puerta del taller. Venerando estaba sentado frente a la puerta, ante una mesita sobre la que una vela proyectaba la única luz de la habitación. Delante de él, de espaldas a mí, había otra persona. Encima de la mesa, entre ambos, había un tablero de ajedrez; al ver pocas piezas encima del mismo percibí que la partida se hallaba muy avanzada.

Venerando demostraba un enorme interés, aunque no tanto, al parecer, en el juego como en su contrincante, al que miraba de forma tan intensa y penetrante que, pese a estar directamente en su campo visual, no se fijó en mi presencia.

Tenía el semblante muy pálido y sus pupilas relucían en la semioscuridad. A su adversario sólo le veía la espalda, pero aquello me bastó, pues creo que en mi interior no deseaba verle el rostro.

Parecía un enano, con unas proporciones semejantes a las de un gorila, muy ancho de hombros, cuello corto y recto, y una cabeza cuadrada con un gorro colorado sobre una desordenada mata de pelo. Una túnica, también colorada, cubría la parte superior de su cuerpo, cayendo en pliegues sobre el asiento, que era una especie de cajón, en donde aquel extraño personaje se hallaba casi encaramado. Las piernas y los pies resultaban invisibles. Su antebrazo izquierdo se apoyaba sobre su regazo, al parecer; movía las piezas con la mano derecha, que era colosalmente larga y ancha.

Me aparté ligeramente a un lado; de esta manera, si Venerando levantaba la vista sólo vería la puerta abierta. No sé qué me impedía entrar del todo o retirarme, pues tenía la sensación de estar ante una tragedia inminente, por lo que pensé que si me quedaba tal vez tendría ocasión de acudir en ayuda de mi amigo.

Sin rebelarme contra lo indelicado de mi acción, me quedé.

La partida se realizaba velozmente. Venerando apenas miraba el tablero antes de efectuar un movimiento, nervioso y rápido.

Su antagonista, en cambio, movía las piezas lentamente, de manera uniforme, mecánica. Era un espectáculo imponente; y me estremecí. Claro que ello podía deberse al agua que empapaba mis ropas. Tras mover una pieza, y por dos o tres veces, el extraño ser inclinó levemente la cabeza, y observé que en cada ocasión, Venerando movía su rey. De repente se me ocurrió que aquel hombre era mudo. Luego pensé que se trataba de una máquina. ¡Un jugador de ajedrez autómata! Recordé que, en cierta ocasión, Venerando me explicó que acababa de inventar un mecanismo de tal especie, aunque no creí que lo hubiese construido ya. Lo que Venerando habló aquella misma noche respecto a la conciencia y la inteligencia de las máquinas, ¿era sólo un preludio a una exhibición de tal ingenio..., un simple truco para aumentar el efecto de su acción mecánica sobre mí, en la ignorancia de su secreto?

Iba ya a retirarme, cuando algo llamó mi atención. Observé que aquel ser encogía sus inmensos hombros, como con irritación, mas el movimiento era tan natural, tan totalmente humano, que me desconcertó. Aquello no fue todo, pues un instante más tarde golpeó la mesa con el puño. Ante aquel gesto, Venerando pareció incluso más desconcertado que yo. Como alarmado, echó su silla hacia atrás. Súbitamente, Venerando levantó una mano provista de una pieza de ajedrez, y la dejó caer, gritando:

-¡Jaque mate!

Se puso en pie velozmente y se situó detrás de la silla. El autómata continuó sentado, inmóvil, en plena concentración.

Fuera, ya no rugía el viento, pero a intervalos se oía el estruendo sordo del trueno. Mezclado al mismo, se oía como un zumbido que parecía proceder del cuerpo del autómata, como si su mecanismo se hubiera desarticulado. No tuve tiempo de reflexionar mucho, pues mi atención volvió a ser atraída por los extraños movimientos del autómata. Parecía haberse apoderado de su cuerpo una leve pero continua convulsión. Su cuerpo y su cabeza se estremecían como si fuera presa de un ataque de epilepsia, y el movimiento progresó hasta que todo aquel ser estuvo violentamente agitado.

Se puso en pie con brusquedad, derribó la mesa al hacerlo, y extendió ambos brazos al frente, con la postura del nadador que está a punto de zambullirse en el agua. Venerando quiso retroceder, pero ya era tarde; vi las manos del extraño personaje cerrarse en torno a la garganta de un amigo, unos instantes antes que la vela, que cayó al suelo al volcarse la mesa, se apagara, dejando a oscuras la habitación

No obstante esto, el rumor de la lucha era perfectamente audible, siendo lo más horrible los estertores de Venerando en sus desesperados esfuerzos por respirar. Guiado por aquel ruido, traté de acudir en ayuda de mi amigo, mas apenas había dado un paso cuando la estancia quedó inundada de claridad por el chasquido de un relámpago, una claridad casi cegadora que imprimió en mi cerebro, mi corazón y mi recuerdo, una visión lúcida de los combatientes caídos en tierra. Venerando se hallaba debajo, con la garganta apresada todavía por aquellas manazas de hierro, con los ojos desorbitados, la lengua fuera.

Y, con un contraste espantoso, en el coloreado semblante de su asesino, se veía una expresión meditabunda y serena, como si estuviese ocupado en la solución de un problema de ajedrez. Un instante más tarde..., todo estuvo en tinieblas y en completo silencio. Recobré el conocimiento tres días más tarde en el hospital. Cuando recordé aquel trágico suceso, reconocí en el hombre que me atendía al obrero metalúrgico que había trabajado para Venerando.

Si, era Keito. Respondiendo a mis miradas, se me aproximó con una sonrisa en los labios.

-Cuéntemelo todo -le supliqué débilmente-. Absolutamente todo.

-Claro -sonrió-. Le trajeron aquí inconsciente, la casa incendiada de Venerando. Nadie sabe por qué estaba usted allí. También sigue en misterio el origen del incendio. Mi opinión personal es que la casa fue alcanzada por un rayo.

-¿Y Venerando?

-Ayer lo enterraron. Bueno, lo que quedaba de él.

Por lo visto, aquel hombre tan silencioso en algunas ocasiones, sabía ser amable y comunicativo en otras. Transcurridos unos segundos, formulé otra pregunta.

-¿Quién me salvó?

-Pues si tanto le interesa saberlo..., le salve yo.

Gracias, amigo Keito y que Dios lo bendiga. ¿Salvó también usted a aquel fascinante producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su creador? El obrero permaneció largo rato en silencio, sin mirarme. Finalmente, se volvió hacia mí y preguntó:

-¿Está usted enterado de esto?

-Desde luego. Yo vi cómo estrangulaba a Venerando...

Todo esto sucedió muchos años atrás. Si hoy me lo preguntasen, mi respuesta sería mucho menos categórica.13. Bestiario

Bastián Fandiño

Era el abuelo de la familia y quien daba el apellido a sus descendientes que anteponían el de al Fandiño. Había sido emigrante en Cuba como una gran mayoría de sus vecinos y paisanos, a su vuelta puso el único estanco del pueblo que tenía el suelo y las paredes grises del cemento sin terminar de rematar como ocurre muy frecuentemente en Galicia sin que tenga una explicación estrictamente económica sino quizá más bien de abandono y desinterés, olía a tabaco fuerte, a picadura, a humo de cigarrillos negros, Yuste, CELTAS SIN FILTRO, DUCADOS allí no había lugar para el tabaco rubio, lo más sofisticado resultaba ser BISONTE. Los otros negocios de la familia eran un taxi, las tierras de labor y algo de ganadería menor consistente en un par de cerdos, docena y media de gallinas y algún gallo suelto para el día de fiesta. Bastián ya muy mayor se pasaba todo el día sentado en un banco de piedra delante de su casa y estanco con la boina calada sobre los ojos una colilla interminable de CELTAS y las manos apoyadas sobre un bastón renegrido, no tenia dientes por lo cual tenía la boca hundida que le acababa de conferir el más tópico de los aspectos del abuelo de pueblo sentado a la puerta de su casa viendo el discurrir de la vida sin inmutarse. Pera Bastián tenía en un lado de la nariz una especie de quiste, de verruga que asemejaba una variedad de seta venenosa que a su vez se parece a un cerebro desprovisto de la meninge y con las circunvoluciones del catastro ideológico desparramadas. El siempre saludaba al paseante con un escueto “Buen día” herencia de su estancia en Cuba y que en el pueblo chocaba porque lo habitual es saludar en plural “Buenos días, buenas tardes” de todos modos en los pueblos casi siempre chocan las cosas más nimias; también le contaba a quien quisiera escucharlo que el día en que le desapareciese la verruga se le envenenaría la sangre y se moriría sin remedio. Y héteme que así fue, un verano dio en desaparecer la comentada verruga, el enfermó como así lo había descrito y al poco murió como la tenía previsto o acaso quizá fuesen los noventa y pico de años que llevaba respirando.

El comión

El comión es ser oligofrenoide de amplio espectro que se da en toda la superficie del planeta desde las más pobladas urbes a la más recóndita de las aldeas del Himalaya. Sin que sea especifico de ninguna población en concreto. Al comión español su madre le daba de beber agua de los charcos que permanecen después de haber llovido. El comión es ideal para el trabajo duro, es capaz de asar miles de corderos, descargar cientos de camiones de gran tonelaje, halar el solo una almadraba repleta de atunes o caminar sin descanso por el desierto del alba al anochecer y al llegar al oasis bebérselo de golpe, puede comerse todas las sandias que se cultivan en la Mancha. Le gusta leer los titulares de la prensa en los escaparates de los quioscos. Lleva la cuenta exacta día a día del pueblo que lo vio nacer, sabe cuántos habitantes hay de hecho y de derecho, cuantos y como han muerto y cuantos han nacido, quién se casa y quién se descasa, los que están enfermos, de que mal sufren y las expectativas que tienen de sanar, todos los problemas de lindes, los que reciben subvenciones de la Unión Europea

La panadera

La panadera recorría el pueblo arriba y abajo como las olas baten la arena de las playas, recogía papeles, latas, cajas, cualquier objeto abandonado era susceptible de ser reciclado y como la espuma de la bajamar deja pegada a los juncos una suerte de desechos marinos como botellas de plástico, corchos, caparazones de cangrejos y costras de petróleo de alguna marea negra .Las polvorientas estanterías de su casa que antaño acogían al pan recién horneado eran hoy aljibe de los infinitos envases desechables que produce la moderna sociedad .La panadería de Ramona y su marido había sido en tiempos de la posguerra centro de poder para quien como ellos tenía en sus manos el alimento básico, el pan .A más de una familia necesitada le habían negado un bollo de pan porque no podían pagarlo. Era Ramona especialmente cruel en su negativa a fiar el pan profiriendo siempre algún sarcasmo de tinte religioso respecto a la resignación y otras zarandajas para además de no aliviar la necesidad de un pobre cargar la mano en la ofensa; porque Ramona la panadera era el ideal de una iglesia miserable, ignorante y falsa. Paso el tiempo y el pueblo poco a poco fue mejorando su nivel de vida, muchas veces gracias a los ingresos de la emigración de sus gentes y otras por la simple inercia del desarrollo, como crecen las plantas si no les sobreviene ninguna catástrofe la panadera perdió a su marido, la panadería se arruino gracias a la competencia de las que hacían más y mejor pan a mejor precio .Termino sus días pidiendo pan por las puertas de sus vecinos, recogiendo prospectos arrastrados por el viento, basura varia y estibándola en las carcomidas alacenas de su otrora pujante panadería.

El señor X

Llega a la estación y sale del vagón del tren de cercanías precipitadamente. Acuciado por la prisa que tiene por acudir a una cita a la que llega tarde, avanza a grandes zancadas a lo largo del andén pues ha quedado muy lejos de la salida, llega al borde de las escaleras que descienden hacia el subterráneo que pasa debajo de las vías y tropieza en una baldosa mal colocada; cuyo borde sobresale con peligro para el caminante de modo que se ve impelido por la fuerza de la inercia sobre un pasajero del tren que comienza a bajar las escaleras y se apoya instintivamente sobre él para tratar de no caer y lo derriba en el acto, este a su vez se apoya sobre otro que a su vez lo precede y así sin solución de continuidad se van tumbando unos a otros, como piezas de un domino que caen por simpatía consiguiendo el prodigioso efecto de abatir a todos los pasajeros que ahora yacen en confuso montón en la base de la escalera y de los que solo oye imprecaciones dirigidas hacia él. Y solo acierta decir, lo siento pero tenía prisa y he tropezado con una baldosa y al ver que me caía por las escaleras por instinto me agarre a lo que tenía más a mano.

14. Remansos

Suenan lejanos terribles ecos, como de una batalla mitológica, columnas de humo, fuentes de chispas. Una nave industrial de paredes de hormigón toscamente encofrado blanca de cal y sucia de polvo en bajorrelieve. Obreros con enormes trajes protectores y pantallas en los ojos asemejan los escuderos de terribles monstruos de acero, cuelgan cadenas de las grúas que desplazan gigantescas vigas por el cielo de la nave, una luz brumosa se filtra por las claraboyas del techo.

Aislada del mundo durante siglos, la península de Kamchatka en Rusia conserva una gran población de osos censada en unos 15.000 ejemplares. Estos se pasean por las praderas y de vez en cuando atacan a los humanos como en la pasada primavera en que un oso devoró a un especialista en osos japonés que había acudido “ex-profeso” a realizar un estudio sobre ellos. Japonés que alcanzo de un modo un poco doloroso, eso sí, la máxima especialización posible en su campo pasando a formar parte del oso mismo.

Tengo un canario que se llama Silver, las tardes de verano cuando más calor hace el animal emite un silbido, que según mi entender viene a significar “tengo mucho calor y me vendría bien una ducha fresca”. Así pues con un pulverizador lo ducho hasta que queda completamente empapado labor que él facilita ofreciéndose como blanco en diferentes posiciones al disparo de agua, le rocío también la jaula y un ejemplar del periódico “EL PAIS” en el que Induráin gana el Tour, para mantener por más tiempo el frescor. Después de la ducha el pajarillo queda rebosante de satisfacción e incluso algunos días vuelve a pitar para solicitar otra sesión. Aunque este pueda parecer un comportamiento muy tierno y muestra de amor por los animales, no deja de ser parte de una terrible paradoja, porque si hoy ducho al pájaro para refrescarlo ayer les corte el cuello a cuatro pobres gallinas cuyo único pecado consistía en ser demasiado viejas para poner. Después de matarlas, las escalde, para desplumarlas mejor, las he troceado y las guardo en el congelador. Para añadir al cocido en el invierno.

¿No es cierto que a veces nos sentimos tan tristes, tan profundamente tristes, tan repletos de lágrimas que nos gustaría poder estar colgados en el aire recibiendo una cálida brisa que nos fuese secando y nos dejase con la fragancia y la textura de una toalla seca y bañada por el sol?

Invierno, llueve sin cesar, como si hubiese llovido toda la eternidad. En la cocina el calor del fogón encendido produce las más agradables sensaciones. Un mosquito enorme revolotea molesto. Nuestro canario que vuela suelto por la cocina se lanza a por el mosquito que al percatarse del ataque huye veloz, sin darse cuenta se sitúa sobre la arandela del centro de la chapa de la cocina de donde surge un chorro de fuego producido por la leña de encina que en el preciso instante en que el insecto pasa por encima lo incendia y dado su tamaño se transforma en una bola de fuego, justo en el momento en que el canario lo alcanza y cuyas plumas se incendian al contacto con el mosquito, el pobre pájaro cae en llamas sobre la cocina donde termina de abrasarse.

Duerme el pequeño felino tumbado sobre el borde de la acera. Le hace de cubierta el extremo del parachoques de un coche aparcado. Un brillante sol de verano calienta su cuerpecillo blanco y gris. Por momentos se estremece, palpita, y eriza los bigotes como si estuviese despierto pero en realidad sueña. A lo lejos el observador del gatito cavila sobre la escena sin perturbar su sueño.

Hoy han traído a la sala cuatro a una anciana de 96 años, muerta de madrugada. Se la ve a través del cristal del féretro con la piel de la cara como de pergamino húmedo, con la humedad de la amanecida del pueblo aún latente en la cara.

El paisano imbuido de una trágica fe inversa, y al grito de: -Si Dios existe me salvara de las garras de los leones. Y dicho lo cual se desliza al interior de la zona que trata de reproducir un trozo de selva africana. Una vieja leona ya muy resabiada, lo percibe entre sorprendida y contenta ante el inesperado cambio de dieta que se le ofrece. Se abalanza sobre el incauto, hincando sus dientes en la tierna garganta del infortunado, al festín acude presuroso el resto de la manada, para convencer con un ejercicio práctico, al paisano dudoso de su fe, de que Dios no existe para él.

Un joven jardinero persa dice a su príncipe...

-¡Señor salvadme! He visto a la muerte esta mañana y me ha hecho un gesto de amenaza. Esta noche, de milagro quisiera estar lejos de aquí. El príncipe bondadoso le presta un caballo y el jardinero parte hacia Ispahán. A la caída de la tarde el príncipe se encuentra con la muerte y le pregunta: -Esta mañana, ¿Por qué has hecho un gesto de amenaza a nuestro jardinero?

-No fue un gesto de amenaza, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán por la mañana y debo tomarlo allí esta noche.

El cazador agazapado en su puesto ve pasar una bandada de palabras y con certeros disparos abate varios “mire usté”, algunos “es decir”, unos pocos “por consiguiente “y un “no sabe usted con quién está hablando” que volaban hábilmente camuflados entre unos versos de Neruda, un fragmento de un programa de radio y una conversación de teléfono portátil que se entrecruzan en el aire.

A un grupo de patitos del estanque del parque de La Marina, les he estado echando migas de un bollo de pan. De los siete que son seis siempre capturan algún trozo pero un pobre menesteroso, más débil que los demás no consigue alcanzar ni una miga del festín que se están dando sus hermanos.

Con los últimos trozos he querido favorecerle en el reparto y se los he lanzado justo a su lado, pero ha sido en vano, antes de que pudiese alcanzar el pan, ya los otros daban cuenta de él, aún antes de que tocase el agua y para uno que ha conseguido coger el pobre desgraciado, sus hermanos se han lanzado como una jauría y se lo han arrebatado del pico y por encima le han suministrado unos cuantos picotazos para que espabile.

  1. Las ratas del camposanto

El viejo Pemberton, era guardián de uno de los más antiguos y descuidados camposantos de España, mantenía una verdadera batalla con las ratas. Sin saber cómo, poco a poco se había asentado en el cementerio una verdadera colonia de ratas enormes procedentes del puerto que se contemplaba desde lo alto del acantilado, donde se había fundado el camposanto para que los difuntos disfrutasen de una buena vista del océano y saboreasen el aire cargado de salitre. Cuando Pemberton heredo su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió eliminarlas. Al principio colocaba cebos y comida envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas con cepos Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Como hordas voraces se multiplicaban e infestaban el cementerio.

Eran grandes, aún tratándose de la especie de «decumagus», cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Pemberton las había visto hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles del puerto debieron de transportar cargamentos muy extraños.

Pemberton se asombraba a veces de las extrañas proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos inquietantes que le habían contado antes de llegar al viejo, ancestral y embrujado pueblo de Lira. Eran relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la muerte, ocultas en las olvidadas madrigueras de la tierra. Pero todavía se alzaban las tenebrosas casas de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en el antiguos cementerios de Lira, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.

En cuanto a estos roedores, ciertamente, Pemberton les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores sobre ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra y tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y las cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de España. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito de flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror blasfemo; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Pemberton no hacía ningún caso de semejantes relatos. No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema quizá iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas sepulturas. Y en efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a las actividades de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Pemberton.

Los dientes postizos suelen hacerse de oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas, naturalmente, son harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Pemberton negociaba también con algunos comerciantes de medicina y médicos pocos escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia.

Hasta entonces, Pemberton se las había arreglado muy bien para que no se iniciase una investigación. Había negado ferozmente la existencia de las ratas, aun cuando algunas veces éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Pemberton no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd.

El tamaño de esos agujeros tenía a Pemberton asombrado. Por otra parte, se daba la circunstancia de que las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la dirección de algún guía dotado de inteligencia.

Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última paletada de tierra húmeda y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro flaco y desgalichado de Pemberton reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.

Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Pemberton no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aún lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.

Desde la colina donde estaba situado el cementerio, se veían parpadear débilmente las luces del puerto de Lira a través de la lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz. Apartó la pala y se inclinó a revisar los cierres de la caja.

De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que dio paso a una rabia furiosa, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se habían adelantado otra vez!

En un rapto de cólera, Pemberton arrancó los cierres del ataúd. Metió el canto de la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las dos manos. Luego encendió la linterna y la enfocó al interior del ataúd.

La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso; el ataúd estaba vacío. Pemberton percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz.

El extremo del sarcófago había sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado en su correspondiente zapato. Pemberton comprendió que las ratas se le habían adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.

Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver a través de él. Pemberton intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. De todos modos, él llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver una persona ordinaria, Pemberton habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se prendió la linterna al cinturón y se metió por el boquete. El acceso era angosto. Delante de él, a al luz de la linterna, podía ver como las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra. También el trató de arrastrase lo más rápidamente posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.

El aire se hacía irrespirable por el hedor de la carroña. Pemberton decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.

Entonces vio varios montones de barro que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.

El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar precipitadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas magulladas.

De súbito, una punzada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, dejó escapar un gemido de horror: una docena de enormes ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz. Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra apenas vista.

La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Pemberton forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse.

El estruendo del disparo le dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez.

Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Pemberton empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, de suerte que no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron demasiado. No obstante, Pemberton aprovechó la tregua para reptar lo más deprisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque.

Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Pemberton disparó y la rata echó a correr.

Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. De momento, lo tomó como un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano.

Se trataba de una momia negruzca y arrugada, y Pemberton se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se movía.

Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca distancia del suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos vidriosos, hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar contra Pemberton, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Pemberton sintió que se le helaba la sangre.

Cuando aquel Horror estaba ya a punto de rozarle. Pemberton se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que la seguía de cerca. Pemberton miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.

Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en sus ojillos. Pemberton estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarcarse ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas.

Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!

La tierra estaba empapada por el agua de la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando, frenético, en la tierra. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos.

Se acercaban la ratas... Era el ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Pemberton dio un último tirón de la piedra y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel.

La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!

Jadeando de terror, Pemberton se desmoronaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y sus piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror lo descompuso.

Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!

Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago. ¿Cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?

Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. Era un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con la uñas una salida hacia el aire... hacia el aire...

Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.

16. El suicida perfecto

El suicida perfecto lo tiene todo calculado. Va al borde del acantilado, se ata una cuerda alrededor del cuello, sujeta la otra extremidad de la soga a un árbol. Bebe de una botella de veneno y se incendia la ropa. Intenta dispararse mientras cae, después de saltar del precipicio. La bala, que ni lo roza, corta la soga sobre él. Libre del ahorcamiento, cae al mar. El repentino zambullido en el agua extingue las llamas y le hace vomitar el veneno. Un pescador que pasaba por allí lo rescata del agua y lo lleva a un hospital, donde muere… de hipotermia.

17. Sabio Campesino Zamorano

Había una vez un campesino zamorano, pobre pero sabio, que trabajaba la dura tierra sayaguesa con su hijo.

Un día el hijo le dice:

-¡Padre, qué desgracia! Se nos ha escapao’ la marrana.

-¿Por qué le llamas desgracia? - respondió el padre - veremos lo que trae el tiempo...

A los pocos días la marrana regresó, acompañada de un jabalí como una Harley Davidson.

-¡Padre, qué suerte! - exclamó esta vez el muchacho, nuestra marrana ha traído un jabalí.

-¿Por qué le llamas suerte? - repuso el padre, veremos qué nos trae el tiempo.

Pasados unos días, el muchacho quiso encerrar el jabalí en el corral y éste receloso se engarabito y lo arrojó contra el suelo. El muchacho se partió una pierna.

-¡Padre, qué desgracia! - exclamó ahora el muchacho, ¡me he roto la pierna!

Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció:

-¿Por qué le llamas desgracia? ¡veremos lo que trae el tiempo!

El muchacho amargado por su triste destino gimoteaba en su catre de paja en la miserable casucha de adobe. Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna rota entablillada, lo dejaron y siguieron de largo.

El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que siempre hay que darle tiempo al tiempo, para ver si algo es malo o bueno.

La moraleja de este antiguo consejo zamorano es que la vida da tantas vueltas, y es tan paradójico su desarrollo, que lo malo se hace bueno, y lo bueno, malo. Lo mejor es esperar siempre el día de mañana, porque todo sucede con un propósito positivo para nuestras vidas